Mascaró


Alea jacta est

Crab no se responsabiliza por las opiniones vertidas en este blog, que a veces ni siquiera comparte.

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La idea de este blog es crear un espacio amable y compartir recuerdos, puntos de vista o apreciaciones con gente amiga o en proceso de serlo. Por tal motivo queda prohibido el acceso de energúmenos, cuyos comments serán eliminados. Crab atenderá y contestará por línea directa (ver Perfil) a todos los que quieran insultarlo, amenazarlo, amedrentarlo, despreciarlo o menoscabarlo. Quienes busquen sus efímeros 15´ de fama aquí, no los encontrarán.

Los contenidos de esta página pueden afectar creencias tradicionalmente aceptadas respecto de cualquier institución, grupo o individuos, tales como el estado, el gobierno, la iglesia, el sindicalismo, las fuerzas armadas, la familia, el capitalismo, el imperialismo, las madres de Plaza de Mayo, la Asociación Argentina de Fútbol, el Ejército de Salvación, la Organización Scoutista Argentina, los homosexuales, los negros, los judíos y los chinos. El acceso a la misma por parte de menores de edad queda librado por lo tanto a la responsabilidad y vigilancia de los señores padres.

domingo, octubre 18, 2009

Día de la madre

Todo lo que siempre necesité saber, lo aprendí de mi Madre:

-Mi madre me enseñó a APRECIAR UN TRABAJO BIEN HECHO:
"Si se van a matar, háganlo afuera. Acabo de terminar de limpiar!"
-Mi madre me enseñó RELIGIÓN:
"Rezá para que esta mancha salga de la alfombra."
-Mi madre me enseñó RAZONAMIENTO:
"Porque yo lo digo, por eso... ¡¡¡y punto!!!"
-Mi madre me enseñó PREVISIÓN:
"Asegurate de llevar ropa interior limpia, por si tenés un accidente."
-Mi madre me enseñó IRONÍA:
"Vos seguí llorando, y vas a ver como te doy una razón para que llores de verdad."
-Mi madre me enseñó a ser AHORRATIVO:
"¡¡¡Guardate las lágrimas para cuando yo me muera!!!"
-Mi madre me enseñó OSMOSIS:
"¡¡¡Cerrá la boca y comé!!!"
-Mi madre me enseñó CONTORSIONISMO:
"¡Date vuelta y mira la suciedad que tenés en la nuca!"
-Mi madre me enseñó FUERZA Y VOLUNTAD:
"Te vas a quedar sentado hasta que te comas todo."
-Mi madre me enseño METEOROLOGÍA:
"Parece que ha pasado un huracán por tu cuarto."
-Mi madre me enseñó VERACIDAD:
"¡¡Te he dicho un millón de veces que no seas exagerado!!"
-Mi madre me enseñó MODIFICACIÓN DE PATRONES DEL COMPORTAMIENTO:
"¡¡¡Dejá de actuar como tu padre!!!"
-Mi madre me enseñó habilidades como VENTRILOQUÍA:
"No me rezongues, callate y contestame: ¿por qué lo hiciste?"
-Mi madre me enseñó LENGUAJE ENCRIPTADO
"No me, no me.... que te, que te..."
-Mi madre me enseñó técnicas de ODONTOLOGÍA:
"¡¡¡Me volvés a contestar y te estampo los dientes contra la pared!!!"
-Mi madre me enseñó GEOGRAFÍA:
"¡Como sigan así los voy a mandar a uno a Jujuy y al otro a La Antártida!"
-Mi madre me enseñó BIOLOGÍA:
"¡Tenés menos cerebro que un mosquito!"
-Mi madre me enseñó LÓGICA:
"Mamá, ¿qué hay de comer?" "¡COMIDA!"
-Mi madre me enseñó RECTITUD:
"¡¡¡Te voy a enderezar de un tortazo!!!"

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domingo, agosto 23, 2009

El tazón de madera

Les garantizo que recordarán el cuento del tazón de madera mañana, de aquí una semana, un mes, un año...

Un frágil hombre ya de edad fue a vivir con su hijo, su nuera, y su nieto de cuatro años.
Las manos del viejo temblaban, sus ojos estaban empañados, y sus pasos titubeaban.
Comían juntos en la mesa, pero las temblorosas manos del viejo abuelo y su vista vacilante hacía dificultosa su comida. Las arvejas rodaban de su cuchara al piso.
Cuando agarraba su taza, la lecha se derramaba sobre la mesa.
El hijo y la nuera se irritaban ante esos desastres.
"Debemos hacer algo con papá" -dijo el hijo.
"Ya tengo bastante con su leche volcada, su ruidoso masticar, y con la comida en el piso".
De modo que el marido y su mujer le acomodaron una mesita en una esquina.
Ahí, el abuelo se sentaba solo, mientras el resto de la familia disfrutaba de la comida.
Puesto que el abuelo había roto uno o dos platos, se le servía la comida en un tazón de madera.
Cuando la familia miraba en su dirección, podía vérsele a veces una lágrima en sus ojos mientras permanecía sentado, solo.
Sin embargo, las únicas palabras que la pareja tenía para él eran serios retos cuando dejaba caer un tenedor o cuando desparramaba comida en el suelo.
El niño de cuatro años contemplaba todo en silencio.
Una noche, antes de la cena, el padre advirtió a su hijo jugando en el suelo con trozos de madera.
Le preguntó a su hijo dulcemente: "¿Qué estás haciendo?". Con igual dulzura, el chico contestó:
"Oh, estoy haciendo una pequeña taza para que vos y mamá coman su comida cuando yo sea grande".

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domingo, septiembre 28, 2008

Tiburones en formol

Un supuesto artista puso un tiburón tigre en una estanque de vidrio, lo llenó de formol para conservarlo, dijo que era arte, y lo vendió en ¡¡¡ocho millones de dólares!!! 

Y después desdeñamos a los chantas, personajes tan comunes en todo el mundo. Para no hablar de la Argentina, que si no los inventamos, falta poco.
Crab se acuerda de su niñez, en Morón, donde nació.
Frente a la estación, había un gran terreno, que se alquilaba para finalidades varias.
Un día apareció una gran carpa, que anunciaba a la famosa ballena Moby Dick, traída especialmente desde los EEUU a Morón, para que los moronenses tuviésemos el privilegio de verla, según proclamaban los carteles.
Crab, de alrededor de once años, no había leído a Melville, pero tenía una idea de que se trataba de una ballena famosa y muy temible, y naturalmente, la curiosidad le picaba. Nunca había visto una ballena que, como sabemos, no están en los zoológicos. Y Madryn no se había descubierto aún.
La entrada era bien accesible: un peso, que equivalía exactamente a medio dólar. ¿Pero de qué cornos se trataría? ¿Cuál sería el espectáculo?
No había forma de enterarse por el boca a boca, porque el barrio de Crab era humilde, y nadie había tenido la suerte de conseguir el mango necesario.
No me acuerdo como fue que lo conseguí. Desde ya que mangando diez centavos a cada miembro de la familia, como era mi habitual estrategia. Y así entré a conocer a Moby Dick, que ni siquiera sabía si estaria viva en un estanque nadando, o qué.
Al entrar choqué con un penetrante olor a formol (lo conocía porque mi madre daba con él el toque final al lavado de los baños). Y ahí, sobre el pasto, contenida (¿para que no escapara?) por un parapeto redondo de madera, estaba Moby Dick.
Moby Dick era una ballena cualunque, rellena de formol, alrededor de la que di estupefacto la vuelta, y que amenazaba con desintegrarse en cualquier momento (como ocurrió también, por otra parte, con el tiburón del "artista").
Naturalmente salí a las puteadas por el peso más malgastado de mi vida.
Hoy Crab, arrepentido de aquel impulso, quiere rendir humilde y postrer homenaje  a aquel genio precursor que, hace más de cincuenta años, había anticipado el arte contemporáneo. Solo que con ballenas en lugar de tiburones. 
Y que tuvo miserable compensación, como todo precursor, a juzgar por la docena de refunfuñeantes espectadores que daban vueltas en torno de Moby Dick, pensando, como Crab, ¿qué carajo estoy haciendo aquí, mirando embobado una ballena podrida, por la que pague además un peso que hubiera gastado mucho mejor en cualquier otra cosa?

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martes, abril 17, 2007

Los malditos comics


La etapa siguiente era en Rivadavia, en la esquina de los bancos, sobre las escalinatas del Banco Provincia, donde Pirula instalaba su kiosco de revistas después de las tres, cuando cerraba el banco. Como Pirula tenía su verdadero kiosco enfrente, que era más grande y donde vendía también cigarrillos y golosinas, éste estaba a cargo de un muchacho que, ¡oh delicia! resulta que era mi primo el Chun.

El Chun, mayor que yo, cuidaba de dos cosas: de que mi prolongada presencia no le hinchara muchos las bolas a Pirula, que de tanto en tanto rondaba vigilando el negocio, y de que no se armara la bronca con mi vieja con mis estadas demasiado prolongadas. El kiosco en cuestión, con las revistas desparramadas a todo lo largo de la amplia escalera de mármol negro, ejercía sobre mí un atractivo tan grande como al del gordo José frente al colegio.

Había días en que la actividad literaria era intensísima, porque salían dos o tres revistas. Otros, en cambio, eran bien magros, como el miércoles y el viernes. Eso me permitía hacer una distribución equilibrada del material y dejar algunas para el día siguiente. Pero a veces la cosa se me complicaba: Pirula vendía todo su stock en el día, y quedaba sin enterarme cómo continuaban las diferentes aventuras hasta la otra semana, en que las proseguía pero con importantes baches que no siempre conseguía llenar.

A veces los llenaba preguntando a los que las compraban, lujo que por supuesto estaba fuera de mi alcance, pero los relatos eran siempre fragmentarios, o dejaban de lado cosas que en el número siguiente aparecían siendo esenciales. Eso determinaba por lo general una gran angurria, y una necesidad de devorarlo todo en el momento, que a veces se agravaba con el intenso suspenso de los episodios.

Como esta tarde del martes, en que se acumulan el Titbits y El Gorrión, que tienen el problema de que el primero es todo escrito, y el segundo, mitad dibujos, y mitad escrito. A pesar de que leo apresurado, comiéndome todas las partes en que el héroe se pone baboso y empieza a hablar pavadas con la mina en lugar de empezar a las trompadas o a los tiros con todos los malos, que es en realidad su trabajo, igual me doy cuenta de que estoy tardando más de la cuenta.

En el reloj del Banco son las cinco, así que todavía tengo para un ratito más. El umbral son las cinco y media, en que la vieja empieza ya a pensar cosas raras. Un indicio es siempre la luz del sol. Generalmente, cuando ya no queda luz para seguir leyendo, es que hay que rajar a casa a tomar la leche y escuchar los rezongos de la vieja por la demora. Así que le meto con la última, que es de una escuadrilla de aviones norteamericanos buenitas que derriban perversos aviones alemanes, y echo otra mirada al reloj, que sigue clavado en las cinco.

¡Reloj de mierda, estaba parado! Pero todavía hay luz, así que le sigo dando a ver si la puedo dejar terminada hoy. Justo cuando le pegan un balazo de ametralladora al copiloto del muchacho, me levantan de una regia patada en el culo, y advierto la siniestra presencia del turro de mi hermano que me dice:

-Pelotudo de mierda, ¿no sabés que son las siete de la tarde? Caminá corriendo a casa que la vieja está medio loca.

Y así vamos, yo adelante y él atrás, yo apurando el paso y medio escondiendo el culo, no sea cosa de que se le ocurra insistir a traición, y él caminando con más dignidad aunque manteniéndose lo suficientemente cerca como para seguir siendo una amenaza.

Y pienso con bronca que después de todo, la culpa de todo la tiene él, que se hizo echar de la casa de publicidad donde trabajaba, y de donde me traía todos los días todas las revistas que salían y que se las regalaban. Está bien que era el cadete y que le quedaba en el centro y tenía que viajar todos los días una hora para ir y otra para volver, pero iba de traje. Ahora en cambio trabaja en una fábrica, y va en bicicleta y el traje se lo pone nada más que para ver a la novia. Que se joda.

Pero yo también me voy a joder, porque cuando llegue a casa me voy a tener que aguantar encima a la vieja. Y la vieja no es como el Beto, que se conforma con sus herramientas anatómicas. La vieja tira con lo que tiene a mano. Una vez que no le quise cebar mates porque estaba escuchando el episodio de la radio, me tiró con la tijera que tenía en la mano y la muy hija de puta me le dejó clavada justo en la rodilla. Bien que se arrepintió después, cuando me pasé todo un día sin hablarle y me andaba con zalamerías y me hizo un flan y todo.

Pero después se olvida, cuando yo me ablando y dejo de tratarla de usted, y entonces a la primera, vuelta a tirarme con todo.¿Pero cómo carajo se hicieron las siete? Si nunca me pasa... A lo sumo la vez que más me quedé fueron las seis, y ya era de noche y tuve que correr las cuatro cuadras desde el Banco hasta casa y cuando llegué la vieja estaba en la puerta con un palo, y ya había ido hasta la casa de Amanda, la vieja del Coco, y ésta le había dicho que el Coco hacía casi dos horas que había llegado, y estaba desesperada.

Sí, muy desesperada, pero bien que me rompió el palo en la cabeza y me quedó un chichón que me duró dos días, aunque después me puso una moneda de cobre para que se me bajara pero no se me bajó.

Así que llego a casa y ahí está, parada en la puerta con las manos en la espalda, señal de que oculta el palo de escoba. Como la puerta deja justo el lugar para los dos, del primer palazo no me salva nadie, así que a apechugarla.

-Muy bonito, el señor entretenido por ahí con los vagos de sus amigos, sin pensar para nada en su pobre madre, que está aquí sola y desesperada, pensando en lo que le habrá pasado- dice, sacando a relucir el palo y tirándomelo a la cabeza.

Alcancé a cubrirme con los brazos y no sé si salí ganando, porque después me salió flor de moretón y estuve dos días con el brazo duro.

Esa es la vieja, siempre sacándole el jugo a su condición de mujer desamparada, siempre chantajeando a medio mundo con el cuento de la soledad y la desprotección.

¿O acaso no sabe que me quedo leyendo las revistas en lo del Chun? Qué tanto jaleo porque vengo dos horas más tarde, para qué quiere que esté acá antes, para cebarle mate hora tras hora, interminablemente, valiéndome de todos los trucos para que la termine de una vez, sirviéndoselos fríos, lavados, para que se canse y me diga basta, pero ella no, sigue dale que dale chupando y chupando, interminablemente.

-¡Ah, no!, pero el niño no, qué se va a preocupar. Aquí está su pobre madre, pensando que lo puede haber pisado un auto, o que lo pueden haber secuestrado, con tanto delincuente suelto que andan por ahí, pero él como si tal cosa, leyendo esas malditas revistas en ese quiosco de mierda que ojalá se incendiara o lo metieran preso a ese Pirula, que además levanta quiniela.

Así son las madres, qué le vamos a hacer: las pobres quieren tanto a sus hijos...

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lunes, abril 09, 2007

And now introducing: Un incunable de Crab


EL PERRO

El colegio tenía una directora, pero era sólo a los efectos de los discursos en las fiestas patrias y la firma del boletín. El que mandaba en todos los sentidos, era Libonatti, el rector, más conocido por nosotros como "El Perro".

El Perro mandaba a todo el colegio, desde el portero, hasta los celadores y su jefe, a los profesores, a la directora misma, y por supuesto, qué necesito decirlo, a nosotros, los alumnos.

El Perro era una especie de ropero, de cuerpo grande, macizo, cuadrado, bigotes y pelo entrecanos siempre bien recortaditos, a lo villano, siempre con su traje y corbata -en invierno además sobretodo- y una sonrisa sarcástica de mitad de la cara, que sólo en ocasiones dejaba ver la hilera completa de labios perfectamente parejos: en las raras ocasiones en que estaba contento, y, las más, cuando estaba rabioso.

El Perro era lo primero que veíamos todas las mañanas al entrar al colegio. Parado siempre impecable en la puerta, como una innecesaria advertencia, mirándonos insolente, escudriñando hasta el más insignificante de nuestros defectos, separando a réprobos y elegidos. Inspirando terror, en fin.

Por supuesto, celadores y jefe de celadores trataban de copiar el estilo del Perro, lo que conseguían malamente y sólo ganaba el desprecio de éste. Porque El Perro era único para el castigo. Lo peor en la vida que uno podía oír de un celador o un profesor era: "vaya a la regencia y espéreme ahí". Y uno iba con la cabeza gacha, imaginando no sólo el castigo, siempre terrible, sino todas las humillaciones a que habría de ser sometido por parte del Perro, mientras nos interrogaba sobre lo que habíamos hecho, e iba preparando el clima hasta la llegada de la profesora, al final de la hora, que daba la versión final y definitiva (no siempre claro coincidente con la nuestra), y pronunciaba la sentencia final.

Pero no era sólo el castigo. Castigar, castigaban todos ¡hasta la infeliz de la directora!, lo del Perro era diferente. Él no castigaba para enmendar una conducta equivocada, para impartir justicia, o para de algún modo dejar una moral, una enseñanza. No, El Perro castigaba porque era un sádico grandísimo hijo de puta. También, aunque parezca mentira, hablaba. Su discurso era convencional, lleno de frases trilladas y por supuesto aburrido. Su especialidad era la santa mujer, a la que nosotros mancillábamos (la mayoría en el colegio eran profesoras, y con los pocos profesores, nos entendíamos sin Perro de por medio). Entonces era de ver al Perro explayarse, lleno de lugares comunes, sobre lo sagrado de la mujer, cuya más elevada representación y arquetipo era Evita, y que cómo podíamos olvidar que la mujer a la que hacíamos objeto de nuestro escarnio hubiera podido ser nuestra hermana, nuestra madre. Una vez, recuerdo, dije a un compañero, con toda lógica: "¡pero che, éste siempre dice lo mismo", a lo que me contestó, con toda lógica: "¡y qué querés, si siempre le hacen lo mismo!" Esa era nuestra relación con El Perro y sus discursos, en los que no creíamos, y en los que estábamos absolutamente seguros de que él tampoco creía, ya que como buen sádico hijo de puta, cómo nos habría de hacer creer que respetaba siquiera a las mujeres.

Pero El Perro, sin embargo, tenía una virtud. Hacía que todo el colegio compartiera un mutuo sentimiento: el odio. Que todo el mundo, sin excepción, le profesaba.

Sin embargo, como en todo desierto hay un oasis, también nosotros teníamos nuestra evasión. Los martes y jueves por la tarde había "ejercicios" (así llamábamos a educación física). Como era moda entonces, en tiempos de conquistas sociales, todas las fábricas tenían sus clubes, para solaz de sus obreros. Ni hablar que los días de semana estaban siempre desiertos, ya que a qué obrero podía interesarle pegarle patadas o raquetazos a una pelota después de estar todo el día hombreando bolsas, picando piedras con una maza, doblando hierro al rojo en el yunque, llevando pesados fardos de un lado a otro y otras delicadas tareas a las que suelen estar sometidos los obreros.

Entonces la fábrica nos había cedido las instalaciones del club, un poco para congraciarse con el peronismo, y otro poco porque nadie las usaba, en un acto destacado por un emotivo discurso pronunciado por El Perro, en el que además de Evita, y las madres, incluyó esta vez la justicia social instaurada por el general Perón, que era otro de los grandes temas que insertaba cuando podía. Porque si bien El Perro no se sometía a nada ni nadie, había un dios ante el que inclinaba la cerviz, y ese dios era Perón.Y hacia allá íbamos martes y jueves por la tarde al club de la fábrica, con nuestros humildes uniformes, cagados a pedradas las ocho cuadras que atravesábamos el barrio obrero que rodeaba la fábrica, respondiendo a una de las consignas de aquéllos tiempos "alpargatas sí, libros no", tomada al pie de la letra por los chicos del barrio.

Una vez en la cancha, terminados nuestros suplicios, comenzaba la diversión. La primera hora era un partido de fútbol, previa selección, revoleo de moneda mediante, de los equipos, de lo cual resultaba que yo, que era más chico por haber entrado un año antes, era elegido recién al final, y a pesar de tener un gran pique y ser muy veloz, terminaba siempre en el arco, con gran aburrimiento y gran desaprovechamiento de mis dotes. Pero en la hora siguiente se hacía atletismo. En realidad era pretencioso llamarlo así, ya que sólo eran carreras: 100 y 200, velocidad, 400 y 1000, semifondo. Entonces, según lo que le gustaba o se dedicaba cada uno, corrías un largo, al costado de la cancha, o dabas una y media o tres vueltas completas.

Mi especialidad eran los 100. Yo era un velocista puro. Nunca pude entender esas carreras largas en las que había que regular el ritmo, las energías, para, llegando el final, si es que quedaba un resto, largarse al embalaje final en procura del triunfo. En los cien, en cambio, no. Ahí había que largar con todo y llegar con todo, sin guardarse nada, muriendo en el intento.

Durante los primeros años me destaqué y gané algunas internas del colegio, pero ahora, que estaba en el último, mi responsabilidad era mayor. Había vencido en las competencias internas, y debía representar al colegio en los intercolegiales. Ahí la cosa era más complicada: estaban el Otto Krause y el Nacional Buenos Aires, que tenían gimnasios cerrados donde se entrenaban aunque lloviera, con profesores de atletismo de veras, y no como nosotros a un gordito que lo que más le gustaba era jugar al fútbol y tocar el pito cada tanto en burdo remedo del Perro.

Pero el Krause y el Buenos Aires eran, dado nuestro origen lumpen, objeto de una adversión particular. Ganarles constituía una especie de incentivación especial, y este año nuestro colegio estaba en situación de enfrentarlos con ciertas posibilidades.De modo que a entrenarse, y duro.

Grande fue mi sorpresa cuando al día siguiente soy citado al despacho del Perro. Pensando en qué alcagüetería me habría puesto en esta situación, y tratando de recordar las últimas felonías cometidas, golpeo y tras el "adelante", paso. Ahí estaba El Perro, luciendo una de sus sonrisas a dentadura plena, que uno nunca sabía si era de alegría o si iba a tirarte un mordiscón. Pero enseguida se develó la incógnita: esta vez el discurso no era sobre las mujeres, nuestras madres ni "la madre" de todas las madres, Evita. No, esta vez era sobre la gloria del colegio y el honor que significaría poder triunfar sobre otros colegios clasistas, llenos de maricas y niños bien, nosotros, hijos todos de trabajadores. Que el colegio confiaba y había puesto todas sus esperanzas en mí, ya que según los informes que tenía de nuestro profesor, era el candidato con más posibilidades. Que contaba con todo su apoyo, y que cualquier cosa que necesitara, no tenía más que pedírsela.

Me fui pensando que gran hijo de puta que era y cómo cambiaba su discurso según las circunstancias. Cómo en la emergencia había tocado mi fibra proletaria y nuestra sabida rivalidad o mucho más con los del Krause y el Buenos Aires. También pensé en lo hipócrita que era al ofrecerme todo su apoyo, cuando en realidad todo lo que hacía falta eran tan sólo un buen par de piernas para correr todo lo que podía y llegar primero ¿En qué podía apoyarme?Sin embargo, al día siguiente se me comunicó que los miércoles y viernes quedaba exceptuado de concurrir a las clases de religión que se dictaban por la tarde (otra lata, pero siempre preferible con tal de rajar del Perro, que por supuesto jamás concurría, como tampoco a las de "ejercicios"). En cambio, debía concurrir al campo de deportes, donde me entrenaría exclusivamente bajo la dirección del profesor.

Debo confesar que en tanto en los intercolegiales se largaba con los pies apoyados en tablas al sonido de un disparo, y se corría con zapatillas con clavos, como en los torneos, nosotros largábamos de pie, al sonido del pito del profe, y con las zapatillas blancas que formaban parte del uniforme de "ejercicios".

De modo que lo primero fue proveerme de un par de zapatillas con clavos (usadas, claro), las tablas clavadas en el piso y una pistola, todo un lujo, para ponerme en igualdad de condiciones. Mi salida en esas condiciones, ni hablar, mejoró, y logré tiempos mejores que los habituales hasta entonces. Entrenarme dos veces más por semana, además, aumentó mi rendimiento al máximo. Las pocas oportunidades anteriores en que me había enfrentado con la aristocracia, largaba siempre de atrás, y debía matarme para alcanzarlos, lo que aunque siempre estaba a punto de hacer, nunca logré. No me importaba correr de atrás, tenía un gran sprint y siempre acortaba distancias. El punto era que la distancia era corta y no me permitía alcanzarlos al llegar los cien metros. Ahora parece que las cosas serían de otra forma.

En uno de esos entrenamientos, veo de repente miradas alarmadas entre los muchachos. Levanto la vista, ¿y quién se aparece por primera vez por el campo, situado a 15 cuadras del colegio? El Perro en persona. Saluda a todos, todavía no repuestos de la sorpresa, a mí con una leve inclinación de cabeza. Luego hace un aparte con el profesor y conversar en voz baja.

La puta madre. Entonces le importaba en serio. Ya los profe le habrían dicho que con el tiempo que estaba haciendo era fija. Y nuestro cole solo había tenido un podio una vez, con el equipo de fútbol. Y un tercer puesto. Esta vez era atletismo, deporte fino.

Les confieso, tenía lo que después supe que se llama conflicto de atracción-repulsion. Por un lado, quería ganar, la gloria y todo eso. Por el otro, no quería darle la satisfacción al gran hijo de puta. Más que la concentración para la carrera, lo que me atormentaba era qué carajo hacer. Por fin lo decidí. Les mostraría a todos, hasta el último instante, que ganaba la carrera. Ahí, en el último momento, casi al tocar la cinta, retardaría mi paso y me dejaría pasar. Seguramente por el del Buenos Aires, que el año pasado me había matado.

Llegó pues el gran día. Yo estaba en gran forma. Preparado como nunca, y seguro de mí como nunca. ¡Qué lástima! Si no fuera por el Perro...

El disparo, y largamos. Estaba vez estaba yo al frente, y acostumbrado a correr siempre de atrás, me desconcertó un poco. Eché una mirada de reojo a ambos lados, y vi que tenía ventaja suficiente, de modo que incliné la cabeza y con todo hacia delante, ya no tendría problemas. La hinchada era mayoritaria para el Krause y el Nacional, que eran colegios más numerosos que el nuestro. Sobre todo para el del Nacional, que era mi seguidor inmediato. Entre los hinchas, adelante, se destacaba un vozarrón, bien conocido. Levanté un poco la cabeza y ahí lo vi al Perro, gritando como loco unos metros más allá de la cinta, que se me iba acercando vertiginosamente. Mi triunfo pondría a nuestro colegio en el mapa. Imaginé los titulares de deportes del día siguiente: "La Escuela de Ramos Mejía vence en velocidad pura en los intercolegiales al Otto Krause y al Nacional Buenos Aires". Y todo el honor que significaba para El Perro. Y sus discursos, en los que esta vez sí que estarían todas sus mentiras juntas: los ideales, los arquetipos, las madres, Evita y Perón. Pero te quedarás con las ganas, mierda.

Retardaré un poco, apenas un poco, los pasos que faltan, y dejaré que el del Buenos Aires me alcance, y que estirando el pecho, con un estirón que yo también puedo dar, si lo quiero, corte la cinta y se consagre campeón. Eso fue lo que todos mis compañeros, que me aplaudían enloquecidos pensaron. Sobre todo por la mirada de soslayo de canchero que les mandé.

Ahora, la realidad, aquí entre nosotros, es que el del Buenos Aires me ganó de veras, porque en el último instante, cuando pensaba ya desacelerar, me quedé sin resto, las piernas flaquearon y me pasó como un tejo.

El gran perdedor no fui yo, fue sin duda El Perro. Su sonrisa-mueca de media cara me lo confirmó, y yo, en realidad -y muchos de mis compañeros lo entendieron, me di cuenta por la ovación-, era quien había ganado de cualquier forma.

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viernes, marzo 30, 2007

Las fiestas patrias


Yo era un poco el artista. Así me llamaban en el colegio. Solista del coro y recitador obligado de todas las fiestas escolares.

Y a propósito, se aproximaba el 9 de Julio y todavía el hermano Julio, que organizaba los recitales, no me había llamado. Los días corrían, y con ellos arreciaron las cargadas del resto, que se regocijaban con mi decadencia como poeta. A mí también me entristecía que mi último año pasara sin una de las pocas posibilidades de lucimiento que me ofrecía el colegio (porque en lo que se refiere a notas...). Por fin, el 4 por la mañana, me llama el Hermano aparte y me dice que tiene una poesía para mí, pero que es un poco larga, y que no sabe si me voy a animar.

-¡Por supuesto que me animo! -dije sin siquiera verla.

-Pero es un poco larga... -insistió, y me tendió la hoja mimeografiada.

En realidad era un poco larga, pero ya estaba hecho, y no era el caso de echarse atrás. Veinticuatro estrofas de ocho heptasílabos, que tenían en común el hecho de que todas terminaban en una limosna por Dios. Quien se había consumido en esas llamas de ardiente originalidad era Bartolomé Mitre, que relataba las desventuras de un viejo soldado del Paraguay, que luego de haber pasado por los fragores de diez mil batallas, narradas minuciosamente, por otra parte, se veía obligado a pedir limosna a la salida de la iglesia. Una especie de autobiografía del pobre Mitre, en fin. Con una verborragia pretensiosa que superaba la pobre capacidad de comprensión de mis doce años (y pensándolo bien, quizás también la actual), se sindicaban todas las batallas con nombre y apellido, lo que para mí, pobre memorista, constituía una dificultad adicional. Pero la necesidad de actuar ante auditorios verdaderos era muy intensa, de modo que puse de inmediato manos a la obra. O mente, las manos las ponía mi tía Margarita. La tarea se repartía así: yo memorizaba la poesía, lo que daba por resultado una repetición monótona y mecanizada. Mi tía se encargaba luego de la dramatización, de las subidas y bajadas de tono, de las manos que debían trazar no se qué extraños dibujos, de los brazos que agitaban el aire cual aspas de molino. El plan se trazó conjuntamente así: cuatro tardes dedicadas al aprendizaje de memoria, y la última, a “los ademanes”, como les llamábamos. En realidad ese tiempo no alcanzaba para nada, ambos lo sabíamos. Igual lo intentamos, ya que ahora no era sólo mi honor el que estaba en juego, sino también el de ella. El ocho por la tarde, en el ensayo final, nos convencimos de que la cosa iba a ser un desastre, pero ya estábamos jugados.

A la mañana siguiente, le confesé mis dudas al Hermano Julio, quien me tranquilizó diciendo que se pondría cerca de mí y me soplaría si era necesario. Todo fue bien hasta llegar a la frase en Humaitá y Curupaytí, en la que quedé mudo y duro con el brazo extendido apuntando al cielo (circunstancia registrada para la posteridad en la foto que publicó la revista “El Amigo” y que mi vieja conserva todavía, pinchada con un alfiler en un rincón del viejo ropero) y con el Hermano Julio gritando desesperado, que por supuesto oyó varias veces todo el colegio menos yo. Ésta fue mi última actuación como poeta.

Del coro ya hablaremos.

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jueves, marzo 15, 2007

Colegio San José II


Esta tarde, como compensación, tenemos "recreación". Recreación consiste en que vayamos todo el colegio hasta el arroyo, al costado de la quinta de Ayerza, y juguemos la clase de juegos que inventa el ingenio de los hermanos. Las más de las veces, cuando el ingenio se acaba y la tarde se hace interminable, todo termina en un partido de fútbol.El asunto del fútbol es fuente de mis preocupaciones. A veces me toca participar y a veces no. El procedimiento de selección no tiene nada de democrático: los dos más grandes de la clase, Ascencio y Aguilera, revolean una moneda. El que gana elige a su primer compañero, el otro al suyo, y así hasta completar los once de cada lado. Como somos cuarenta, siempre sobran dieciocho, que se pasan el resto de la tarde como boludos, paseando por la orilla del arroyo, juntando ranitas o escarabajos.Yo, con mi mediocridad habitual, siempre resulto elegido entre el décimo o undécimo lugar. Y muchas veces ni eso, y me quedo afuera. Esto es cuando no falta ninguno de las cuarenta a la recreación y las posibilidades de elección de los dos ursos son más amplias.Por supuesto, aún en el mejor de los casos, en que resulte elegido, tengo que ir de arquero. Es que la formación de los equipos responde a una consigna preestablecida, y la composición de estos se hace conforme a un sistema de lealtades y clanes de barrio de los que estoy excluido.La clase, en general, está dividida en dos grandes sectores: el de los que juegan muy bien al fútbol, o a otra cosa, y el de los que estudian, leen libros y saben cosas interesantes. La excepción es Piera, que juega muy bien al fútbol y está casi todos los meses en el cuadro de honor pero que es despreciado por los demás estudiosos porque dicen que estudia de memoria. Piera saca todos diez, los otros sacan muchos nueve.Con Piera mi vieja cometió un error, que me costó un disgusto con Coco. Pero entonces tengo que hablarles de las medallas. Los curas daban todos los años una medalla de oro (decían que era de oro: en realidad era bañada) al mejor alumno en cada materia, o mejor dicho, al que sacase diez de promedio. Había dos que siempre eran mías: lectura y matemáticas. Pero además había otra medalla que no tenía nada que ver, que era la medalla al mejor amigo, que se le daba a quien llevaba al colegio un alumno nuevo. (Ahora que me doy cuenta me pregunto, la medalla era al mejor amigo ¿de quién?). Cuando yo pasé a cuarto en la escuela del estado, la vieja decidió que debía ir al San José, como lo había hecho mi hermano. Claro, cuando fue mi hermano mi viejo vivía y teníamos guita. Cuando me tocó a mí (el viejo murió cuando yo tenía cuatro), mi vieja tenía una mísera pensión que apenas dejaba para comer y tenía que ayudarse, ya vimos, cosiendo para afuera. Así que minga de San José. Pero después de unos años, no sé si las cosas empezaban a andar mejor o si el hecho de que en el barrio todos los chicos iban al San José, influyeron para que la vieja decidiera que yo no debía ser menos.Todo eso, decía, se gestó cuando terminé tercero y en las vacaciones, Entonces empezó el galanteo de las comadres en pos de la medalla al mejor amigo. Por esos vaivenes de las amistades entre las mujeres, como consecuencia de una rencilla ocasional con la madre de Coco, la vieja de Piera ganó la batalla. En realidad Piera (Carlitos, para su mami), nunca había sido santo de mi devoción, ni lo fue después. Por un lado, me hinchaba las pelotas que la vieja me lo pusiera siempre de ejemplo: "Carlitos saca diez en todas las materias", "Carlitos está todos los meses en el cuadro de honor". Por otra parte, si bien era del barrio, no era de la cuadra: vivía dando vuelta a la esquina, en la calle Sarmiento y frente a la vía. El barrio, propiamente dicho, era en realidad la calle French, desde la vía hasta Rivadavia. Piera era, en cierto modo, un fronterizo, sospechable de volcar sus inclinaciones en cualquier momento hacia otra barra.Yo tampoco le gustaba demasiado, a decir verdad. Previo a la aquiescencia de mi vieja, fui invitado dos veces a la casa porque: "yo quiero, Delia, que los nenes se hagan amigos", según dijo la madre de Piera. Una de esas casas todas limpitas y ordenadas, donde a uno le da miedo entrar y que no se han hecho para jugar. Pero Piera era una cagada, ni a mí me interesaba ni yo le interesaba a él, excepto por la medalla que habría de depararle y que serviría para acrecentar más aún su cuantiosa colección de trofeos.De modo que fui dos veces, ni sé por qué fueron dos, jugué con mucho miedo de romper algo o dejar algo fuera de lugar con los lujosos juguetes (lo único bueno que tenía), y nunca más volví.Con Coco era otra cosa, su casa era despelotada como la mía, y bien sucia, a raíz de la herrería del viejo que estaba a un costado. La mía no era sucia, pero de algún modo daba a entender que un poco de suciedad no habría de arruinar demasiado la cosa.Piera jugaba bien al fútbol, y a veces, como hoy, que faltó Aguilera, él es uno de los dos grandotes que eligen al resto del equipo. Por supuesto, ya sé quiénes serán los primeros elegidos. Es una rutina tan absurda que casi debiera obviarse. Los primeros cuatro o cinco de cada lado son elegidos con una mirada o una señal con la cabeza. Hasta ahí hay un consenso general y todos están callados: una especie de ley del gallinero en donde todos saben quiénes están por encima y aceptan la gradación jerárquica. Pero a partir de ahí comienza una tierra de nadie donde las pretensiones son más o menos parejas. Es la franja de los mediocres. Aquí la elección empieza a ser más lenta, más cautelosa, y cada grandote mira cuidadosamente al rebaño que va quedando para apartar, sin dejarse perturbar ni influir por los gritos de: ¡a mí! ¡a mí!, de los que van quedando. A la vez, uno va contando a los que quedan, cuenta cuántos quedan por elegir, y conforme al orden jerárquico del gallinero, puede ya calcular si va o no a ser elegido. Los "intelectuales", por su parte, se autosegregan. Sólo de casualidad, si ese día faltó mucha gente, serán llamados de relleno, y de acuerdo con todas las chances, para ir al arco.Quedan por elegir uno por cada lado y es el último turno de Piera. Mis gritos tienen en el fondo un sentido de exigencia que solo él y yo podemos entender. Al fin me mira y quizá acordándose de la medalla (digo, por su cara casi de resignación), dice: "Ruben".Por supuesto al arco, pero algo es algo. A veces, especialmente cuando hace frío y no tengo ganas de andar parado toda la tarde en el arco cagándome de frío en pantaloncitos, prefiero quedarme afuera con los sabihondos, entonces hasta me doy el lujo de hacerme el interesante y no gritar a mí, a mí, cosa que por otra parte le tiene sin cuidado a nadie, excepto a mí mismo. Otras veces, como ahora que hace una hermosa tarde de sol, no de esas de verano, en que el sol parece rajar las piedras, sino de este lindo sol de casi primavera, que calienta sin quemar, me dan las ganas y me da mucha bronca cuando no me eligen. Por otra parte, esto de andar siempre con los tragas, le da a uno una fama, cómo diría, no propiamente de maricón, pero por lo menos un no se qué de sospechoso.Así que, como de costumbre, yo navegaba siempre entre dos aguas, a veces intelectual, a veces deportista y como de costumbre, sin destacarme en ninguno de los dos terrenos.Es que en el cuadro del barrio, donde mi puesto de arquero era permanente, yo jugaba con rodilleras y por lo menos no me raspaba las rodillas. Aquí eso era a la vez un signo de ostentación y de debilidad, de modo que tenía que pelarme las rodillas contra el duro terreno (minga de pastito) o dejarla pasar y aguantarme las puteadas. Como éste que me metieron ahora a pesar de la estirada...Terminó el partido y ganamos dos a uno, lo que minimizó mis culpas. En realidad, el gol que me metieron fue la única pelota que llegó hasta el arco, así que no puede decirse que yo haya contribuido mucho a que ganáramos. De todos modos, el placer de la victoria se compartía entre todos. Es que ser arquero es una cosa jodida: si uno hace una cagada todo el mundo se da cuenta y te dice de todo. Por mucho que te rompas y atajes por todos lados, en cambio, nadie parece darse cuenta. Lo que cuentan son los goles: los que hacés o los que te hagan, y en eso el que juega adelante tiene la ventaja.Ahora venían los premios para el vencedor. Estos curas siempre con la manía de la incentivación. Generalmente, los premios consistían en caramelos o pavadas así, que al final terminaban repartiéndose por partes casi iguales entre los vencedores y los vencidos, con lo que se iba a la mierda la incentivación, porque uno sabía de antemano que ganara o perdiera siempre comía caramelos.

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miércoles, marzo 14, 2007

Colegio San José I


Hoy es martes, día de vocaciones. O sea, la gran joda, desde un punto de vista, o la gran lata, según cómo se mire. Durante toda mi niñez, vocación equivalió, a través de la política de los hermanos de la gota de agua que horada la roca, a vocación religiosa. Este era un día que se dedicaba a convencernos de que nuestro objeto en la vida era servir al Señor. Había especialistas para ello, de modo que no operaba al efecto el hermano que era nuestro maestro, sino otro especializado en vocaciones. Este era de un grado superior, lo que de algún modo le daba un prestigio mayor a nuestros ojos. Para nosotros, el grado o año que comandaba cada hermano establecía una suerte de jerarquía. Se suponía que el que tenía a su cargo un grado superior sabía más que el que tenía uno inferior, y así. Las visitas de maestros de grados superiores nos confería una especie de distinción, una forma de dignidad especial que nos jerarquizaba. El hermano Benito era maestro -luego supimos que se decía profesor- de primer año. Para los de sexto, primer año era algo muy distinto que sexto para los de quinto.Primer año era una especie de más allá. Muchos sabíamos que no llegaríamos a primer año. La mayoría ya tenía sus planes trazados para cuando terminaran sexto (y eso si lo terminaban). El hijo del almacenero y del lechero al mostrador o al reparto, el del herrero a dar vueltas a la fragua o a golpear el hierro al rojo, el del carpintero a cortar madera. Las apetencias culturales de la mayoría de nuestra gente se veían satisfechas con que sus hijos terminaran sexto, lujo que sus padres distaron de disfrutar.En cuanto a mí, los planes eran inciertos. Pero para aquellos que sabían que seguirían -los hijos de los doctores o de los grandes comerciantes del pueblo-, primer año era algo fascinador que significaba de algún modo traspasar una barrera, cumplir una etapa.Y el hermano Benito era el maestro de ese primer año. Las cosas que dijera, pues, tenían un contenido diferente del de nuestro sencillo hermano Bernardo, con todo lo gritón que era. Benito, por el contrario, era suave y persuasivo. Nunca gritaba, y tampoco tenía necesidad. Bebíamos sus palabras como surgidas de una fuente de sabiduría, y sentíamos que cada cosa que dijera tenía un significado diferente y superior.Y por supuesto, nos decía infinidad de cosas que no entendíamos, y que a lo largo del año repetía, machaconamente. Sacábamos en limpio que todo hombre tenía una vocación, y que debía seguirla. Que había muchas vocaciones posibles, de las cuales no se hablaba demasiado. Pero que había una excelsa, una que salvaba y dignificaba al hombre, criatura de Dios, y esa vocación era el servicio de Dios. Que se podía cumplir indistintamente siendo cura, o también siendo hermano. Porqué era preferible ser hermano, tampoco quedaba muy claro, pero era preferible.Así, cumpliendo con su vocación, sirviendo a Dios, el hombre salvaría almas, librándolas de la eterna condena del infierno para permitirles acceder al cielo, y a la vez se salvaría a sí mismo para toda la eternidad.El especial hincapié que se hacía en la eternidad, hizo que muchos de nosotros encontráramos nuestra vocación. Realmente, la repetición insidiosa de esas palabras, eternidad, infinito, siempre, siempre, quemándonos en la llama eterna, nos llenaba de pavor y convencía de que debíamos contratar cualquier clase de seguro que fuera necesario para que nos librara de ese horror. El solo pensar en un sufrimiento eterno, que jamás tuviese fin, era una de las pocas ideas que se me infundieron que nunca pude llegar a racionalizar. Bien miradas las cosas, desde ahora, también la idea de una felicidad eterna, para siempre, para siempre, gozando de la maravillosa contemplación del Señor, habría de ser una cosa bastante insoportable a la larga, pero esa idea no nos inquietaba entonces. Lo que queríamos a toda costa era rajarle a las llamas, no importa cuál fuese la alternativa.Los recreos del martes por la mañana nos tenían pues a todos cabizbajos, pensando en esas llamas eternas, eternas, y apenas nos atrevíamos a cambiar palabra, excepto con nuestros amigos más fieles. Dada la escasa capacidad de resistir la tentación y de caer en pecado, mis alternativas eran pocas: o seguir mi vocación, o la llama eterna. Mi estado de gracia duraba solo normalmente unas horas. Permanecer en el mismo era todo un sacrificio desde que confesaba, los sábados por la tarde, hasta que comulgaba, el domingo por la mañana. Esa lucha tenaz contra todo mi cuerpo fogoso, que me instaba a quebrantar de inmediato los diez mandamientos con todas sus diferentes variedades, veniales y mortales, apenas podía sostenerla victorioso durante esas pocas horas. Una vez comulgado, sucumbía pasado corto tiempo: un día a lo más. Mi condenación, pues, era cosa segura. A veces especulaba con la idea de un rayo que me derrumbase en el momento de comulgar, lo que me aseguraría la vida eterna, pero de acuerdo con todas las anécdotas que se contaban de salvaciones y condenaciones de último momento, era en extremo improbable.Otras veces contaba con una muerte lenta, previsible, ya viejo en mi lecho de enfermo, ya cansado de mi larga vida de pecador, donde una extremaunción venía a establecer una especie de borrón y cuenta nueva que me asegurase la vida eterna.Pero contra eso también chocaba el anecdotario que nos hablaba de muertes súbitas, de pecadores fulminados por el rayo del castigo divino, que oportuno burlaba los designios del pecador de burlar a su vez el mandato divino. Había que eliminar la posibilidad de una salvación por casualidad o calculada fríamente, Dios lo tenía él ya todo calculado, y no había ningún resquicio para la casualidad ni ninguna posibilidad de que se descuidase y poder colarse furtivamente sin que San Pedro nos pidiera rendición de cuentas.Los datos eran contradictorios, y por veces no entendía nada. Por un lado estaba el arrepentimiento a tiempo, que in extremis mortis nos podía procurar la salvación, y que era mi sola esperanza. Por otro lado se hablaba de una balanza, en la que se debían pesar las buenas y malas acciones. Unas en un platillo, otras en el otro. Demás está decir que en mi balanza solo un platillo estaría cargado. Decididamente, a juzgar por los hermanos, por la vieja, mis tías, abuelos y todo el mundo, no iba a haber casi ninguna buena acción que yo pudiera poner en el otro platillo.A veces nos inspiraban con las vidas de santos, que ya desde la niñez mostraban sus tendencias hacia esa vida de perfección y beatitud que posteriormente les habría de procurar la santidad; intentaba encontrar en qué imitarlos, pero o me parecían muy bobos, anticuados e imposibles de emular, o realizaban acciones de tal heroicidad que más bien podría decirse que la suerte los ayudaba poniéndoles en el camino las oportunidades para ejercer sus capacidades de ser buenos.Estaba, pues, de acuerdo con todas las probabilidades, bien frito, a menos que me hiciese cura.

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