La etapa siguiente era en Rivadavia, en la esquina de los bancos, sobre las escalinatas del Banco Provincia, donde Pirula instalaba su kiosco de revistas después de las tres, cuando cerraba el banco. Como Pirula tenía su verdadero kiosco enfrente, que era más grande y donde vendía también cigarrillos y golosinas, éste estaba a cargo de un muchacho que, ¡oh delicia! resulta que era mi primo el Chun.
El Chun, mayor que yo, cuidaba de dos cosas: de que mi prolongada presencia no le hinchara muchos las bolas a Pirula, que de tanto en tanto rondaba vigilando el negocio, y de que no se armara la bronca con mi vieja con mis estadas demasiado prolongadas. El kiosco en cuestión, con las revistas desparramadas a todo lo largo de la amplia escalera de mármol negro, ejercía sobre mí un atractivo tan grande como al del gordo José frente al colegio.
Había días en que la actividad literaria era intensísima, porque salían dos o tres revistas. Otros, en cambio, eran bien magros, como el miércoles y el viernes. Eso me permitía hacer una distribución equilibrada del material y dejar algunas para el día siguiente. Pero a veces la cosa se me complicaba: Pirula vendía todo su stock en el día, y quedaba sin enterarme cómo continuaban las diferentes aventuras hasta la otra semana, en que las proseguía pero con importantes baches que no siempre conseguía llenar.
A veces los llenaba preguntando a los que las compraban, lujo que por supuesto estaba fuera de mi alcance, pero los relatos eran siempre fragmentarios, o dejaban de lado cosas que en el número siguiente aparecían siendo esenciales. Eso determinaba por lo general una gran angurria, y una necesidad de devorarlo todo en el momento, que a veces se agravaba con el intenso suspenso de los episodios.
Como esta tarde del martes, en que se acumulan el Titbits y El Gorrión, que tienen el problema de que el primero es todo escrito, y el segundo, mitad dibujos, y mitad escrito. A pesar de que leo apresurado, comiéndome todas las partes en que el héroe se pone baboso y empieza a hablar pavadas con la mina en lugar de empezar a las trompadas o a los tiros con todos los malos, que es en realidad su trabajo, igual me doy cuenta de que estoy tardando más de la cuenta.
En el reloj del Banco son las cinco, así que todavía tengo para un ratito más. El umbral son las cinco y media, en que la vieja empieza ya a pensar cosas raras. Un indicio es siempre la luz del sol. Generalmente, cuando ya no queda luz para seguir leyendo, es que hay que rajar a casa a tomar la leche y escuchar los rezongos de la vieja por la demora. Así que le meto con la última, que es de una escuadrilla de aviones norteamericanos buenitas que derriban perversos aviones alemanes, y echo otra mirada al reloj, que sigue clavado en las cinco.
¡Reloj de mierda, estaba parado! Pero todavía hay luz, así que le sigo dando a ver si la puedo dejar terminada hoy. Justo cuando le pegan un balazo de ametralladora al copiloto del muchacho, me levantan de una regia patada en el culo, y advierto la siniestra presencia del turro de mi hermano que me dice:
-Pelotudo de mierda, ¿no sabés que son las siete de la tarde? Caminá corriendo a casa que la vieja está medio loca.
Y así vamos, yo adelante y él atrás, yo apurando el paso y medio escondiendo el culo, no sea cosa de que se le ocurra insistir a traición, y él caminando con más dignidad aunque manteniéndose lo suficientemente cerca como para seguir siendo una amenaza.
Y pienso con bronca que después de todo, la culpa de todo la tiene él, que se hizo echar de la casa de publicidad donde trabajaba, y de donde me traía todos los días todas las revistas que salían y que se las regalaban. Está bien que era el cadete y que le quedaba en el centro y tenía que viajar todos los días una hora para ir y otra para volver, pero iba de traje. Ahora en cambio trabaja en una fábrica, y va en bicicleta y el traje se lo pone nada más que para ver a la novia. Que se joda.
Pero yo también me voy a joder, porque cuando llegue a casa me voy a tener que aguantar encima a la vieja. Y la vieja no es como el Beto, que se conforma con sus herramientas anatómicas. La vieja tira con lo que tiene a mano. Una vez que no le quise cebar mates porque estaba escuchando el episodio de la radio, me tiró con la tijera que tenía en la mano y la muy hija de puta me le dejó clavada justo en la rodilla. Bien que se arrepintió después, cuando me pasé todo un día sin hablarle y me andaba con zalamerías y me hizo un flan y todo.
Pero después se olvida, cuando yo me ablando y dejo de tratarla de usted, y entonces a la primera, vuelta a tirarme con todo.¿Pero cómo carajo se hicieron las siete? Si nunca me pasa... A lo sumo la vez que más me quedé fueron las seis, y ya era de noche y tuve que correr las cuatro cuadras desde el Banco hasta casa y cuando llegué la vieja estaba en la puerta con un palo, y ya había ido hasta la casa de Amanda, la vieja del Coco, y ésta le había dicho que el Coco hacía casi dos horas que había llegado, y estaba desesperada.
Sí, muy desesperada, pero bien que me rompió el palo en la cabeza y me quedó un chichón que me duró dos días, aunque después me puso una moneda de cobre para que se me bajara pero no se me bajó.
Así que llego a casa y ahí está, parada en la puerta con las manos en la espalda, señal de que oculta el palo de escoba. Como la puerta deja justo el lugar para los dos, del primer palazo no me salva nadie, así que a apechugarla.
-Muy bonito, el señor entretenido por ahí con los vagos de sus amigos, sin pensar para nada en su pobre madre, que está aquí sola y desesperada, pensando en lo que le habrá pasado- dice, sacando a relucir el palo y tirándomelo a la cabeza.
Alcancé a cubrirme con los brazos y no sé si salí ganando, porque después me salió flor de moretón y estuve dos días con el brazo duro.
Esa es la vieja, siempre sacándole el jugo a su condición de mujer desamparada, siempre chantajeando a medio mundo con el cuento de la soledad y la desprotección.
¿O acaso no sabe que me quedo leyendo las revistas en lo del Chun? Qué tanto jaleo porque vengo dos horas más tarde, para qué quiere que esté acá antes, para cebarle mate hora tras hora, interminablemente, valiéndome de todos los trucos para que la termine de una vez, sirviéndoselos fríos, lavados, para que se canse y me diga basta, pero ella no, sigue dale que dale chupando y chupando, interminablemente.
-¡Ah, no!, pero el niño no, qué se va a preocupar. Aquí está su pobre madre, pensando que lo puede haber pisado un auto, o que lo pueden haber secuestrado, con tanto delincuente suelto que andan por ahí, pero él como si tal cosa, leyendo esas malditas revistas en ese quiosco de mierda que ojalá se incendiara o lo metieran preso a ese Pirula, que además levanta quiniela.
Así son las madres, qué le vamos a hacer: las pobres quieren tanto a sus hijos...
Etiquetas: La niñez
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