Mascaró


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martes, marzo 20, 2007

Haroldo Conti II

Un día nos enredamos en el Tigre con unas chicas que de filosofía nada, lo que a nosotros igual no nos importó mucho. Como los sábados y domingos eran sagrados para Haroldo, dedicados a Dora y a las relaciones familiares, y las chicas querían salir a toda costa el domingo, inventamos una complicadísima excusa que implicaba a Haroldo en una filmación y que, aunque fue aceptada, nadie en el fondo creyó. Y que, para colmo, me dejaba a mí fuera, sin compromiso.

Así que allá me fui el fin de semana en mi bote con las dos, a pesar de las solemnes promesas hechas a Haroldo. Rehuí cuidadosamente los lugares de posibles cruces en nuestras habituales recorridas. Resumo: las posibilidades de que nos encontráramos, conforme al itinerario que tan cuidadosamente había planeado, y a los que solía recorrer Haroldo en sus salidas habituales, es como si hubiera planeado una excursión a la Antártida, y después de andar tres semanas en trineo me cruzara con Haroldo y Dora con su bote. Que fue por supuesto lo que sucedió.

¡Haroldo, Haroldo,! exclamaron las dos. Haroldo, impertérrito, con una cara de lord inglés, la mirada fija hacia delante, como si no existiéramos. Al día siguiente, por supuesto, grandes puteadas telefónicas y fin de la relación. Recuerdo haberle mandado una carta lamentosa, que me contestó con otra lapidaria, humillante, poniendo de relieve todas mis debilidades, reales e imaginadas, y que me recordó la terrible carta que le manda Sartre a Camus en la famosa polémica. ¡Por Dios, no le deseo a nadie recibir una carta así!

*****

Ahí se produce un corte en mi vida. Habiendome peleado con Haroldo, que se había transformado en una especie de ídolo y mentor, el resto de la barra no tenía demasiada importancia. Así empiezo a dedicarme a la fotografía y de ahí al buceo. Buceando en Puerto Madryn conozco a Silvia, mi primer mujer, y da la casualidad que ella estudia en Buenos Aires, así que nos seguimos viendo aquí.

Un día, habían pasado cinco años, estamos paseando con Silvia -ya mi mujer- por la costanera sur, cuando me encuentro con Haroldo paseando también con su hijo menor. Después me cuenta que es uno de sus lugares favoritos, donde transcurre su novela Alrededor de la Jaula. Fue un encuentro conmovedor, por ambas partes. Por mi lado, fue un halago que conociera a Silvia, que también estudiaba filosofía y no iba a desentonar con nosotros, como suele suceder entre esposos, donde generalmente hay un genio y una mujer que limpia la casa y hace la comida (el caso precisamente de Haroldo, confieso con tristeza -después hablaremos más de ello). Por otro lado, me provocó una cálida ternura el hecho de ver paseando a un padre con su hijo por la costanera, seriamente enfrascados en una conversación en la que ambos parecían muy interesados.

Da la casualidad de que Haroldo vivía en el que fue su departamento de tantos años, en la calle Balcarce casi Independencia, y ahí fuimos los cuatro. Bueno, fue como si todos esos años nunca hubieran pasado, y todo volvió a ser como era entonces, con Silvia incorporada.

Las reuniones en su departamento y en el nuestro fueron un rito desde entonces. Si yo iba solo, de mañana o de tarde, siempre lo encontraba sentado a su escritorio, en realidad una especie rara de escritorio que él mismo había diseñado (tenía muy buen gusto para la decoración), escribiendo. Escribía prolijamente a mano en cuadernos borrador, desde donde alguien se ocupaba de transcribirlos a máquina. La conversación versaba siempre en torno del imperialismo, de las tropelías que cometía EEUU en los pueblos débiles e indefensos, y temas de moda entonces en la izquierda.

Haroldo era una mezcla curiosa de cristiano (había estudiado para cura en el seminario de Devoto) y de izquierdista militante, aunque sólo en el orden intelectual. Rechazaba en general la violencia y los métodos de la guerrilla, porque sostenía que para él la vida humana era sagrada.

Y lo era: sólo una vez tuvo un arma en sus manos, y era mía, y para colmo no la llegó a usar. Resulta que era maniático de los ruidos, que decía le impedían concentrarse para escribir. Así, fueron objetos sucesivos de sus fobias el canario de un vecino, la historia de cuyas persecuciones no voy a contar porque es larguísima, y que finalmente murió de viejo en su jaula; el ascensor de la casa, cuyo andar por fin silencioso no quiero saber cuánta plata le costó al consorcio, y por último, el ovejero alemán del ruso dueño de la Taberna Rusa, que después de los años se convirtió en el famoso Viejo Almacén, de Rivero. Resulta que el ruso en cuestión tenía en su azotea un perro suelto al que no le daba mucha bolilla, y que por cierto, como a ningún perro que se precie le gusta estar solo, armaba cada tanto un alboroto de esos. Pero aclaremos que Haroldo vivía en un séptimo piso, y que con las ventanas cerradas, los ladridos eran imperceptibles. Pero él, cada tanto, detenía la conversación y nos decía: "¿oís?, ¿oís? ¡decime si así se puede escribir en paz!" Y uno, aguzando el oído, oía en el fondo, muy perdido allá en el fondo, unos imperceptibles ¡guau... guau!.. que sólo podían enloquecer a alguien de sensibilidad acústica tan exacerbada como la de Haroldo.

Siempre que Haroldo perseguía un objetivo no cejaba hasta salirse con la suya. Cursó notas al cosaco ruso, que tenía también sus malas pulgas y por supuesto lo mandó a la mierda, a la sociedad protectora de animales, que por supuesto también las ignoró, a la comisaría, que le contestó que no era de su incumbencia, y por último acudió a mí, que tenía un rifle '22, para que se lo prestase, a fin de liquidar la cuestión, dándole un susto al ovejero. Al par de días, llama Haroldo con voz tenue, diciéndome que viniera a buscar el rifle, que lo tenía Marta, vecina del edificio, convenientemente desarmado y embalado, ya que había tirado un par de tiros amedrentadores alrededor del perro, pero que el ruso se había avivado y hecho la denuncia, con lo que estaba en serias dificultades, incluso (gran paradoja) con la sociedad protectora, que había tomado cartas en el asunto, ahora en contra de él, por supuesto.

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6 Comentarios:

A la/s 11:22 a. m., Anonymous Anónimo dijo...

Hola!!!!!!!!!!
Queremos leer la carta de Harold!
Harold se parece aun actor que se llamaba Osvaldo Terranova o parecido.
"una vez tuvo un arma en sus manos..y era la mia"...Que queres decir Crab?Te manoleteo?
De Harold no me sorprende nada.
Harold me apasiona mal...
Me gusta tambien la parte que pones que tu mujer no iba a desentonar,te estoy viendo:orgilloso de tu piba filosofando delante de Harold!.
Manda la carta de Harold...no se por que A Harold lo asocio con Ignatius de la Conjura de los necios..
La imagen de Harold ignorandote en el bote es soberbia.
Cariños
A

 
A la/s 12:34 p. m., Anonymous Anónimo dijo...

Esa foto en la naturaleza esta muy de Armando Bo...sos vos?tu chico?
Harold sigue vivo?Hay libro de Mailer(amo a Norman)que se llama:"el fantasma de Harold".Es de la CIA y esas cosas.
Lo ultimo que me partio la cabeza en cine es:Oldboy.Ayer vio otra del mismo director y mucho no me fue.
El sello de peliculas:Tartan asian es lo mas.
Cariños
A

 
A la/s 8:49 a. m., Anonymous Anónimo dijo...

A: la carta, desgraciadamente se perdió. Sólo recuerdo una frase: "hombre de palabraS", con la que me reprochaba mi "traición".
La foto es, precisamente, de Haroldo en su isla.

 
A la/s 3:59 p. m., Anonymous Anónimo dijo...

Haroldo en su isla"
Todo en Harold es poesia!
Cariños
A
pd:mas de Harold!

 
A la/s 9:29 a. m., Blogger Mascaró dijo...

Mañana sin falta. Hoy, otra Oda. Espero ansioso tus comentarios.

 
A la/s 2:27 p. m., Blogger myrna minkoff dijo...

Qué animal que sos, A.! Vivís en un sachet de leche?
Haroldo Conti fue desaparecido en el 76.
No sé a qué responde la fantasía de que el único arma que tocó fue la que le prestó crab para asustar al perro del vecino. Conti fue militante del ERP y te aseguro que eso significaba práctica de tiro y andar calzado por la vida.

 

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