Hoy es martes, día de vocaciones. O sea, la gran joda, desde un punto de vista, o la gran lata, según cómo se mire. Durante toda mi niñez, vocación equivalió, a través de la política de los hermanos de la gota de agua que horada la roca, a vocación religiosa. Este era un día que se dedicaba a convencernos de que nuestro objeto en la vida era servir al Señor. Había especialistas para ello, de modo que no operaba al efecto el hermano que era nuestro maestro, sino otro especializado en vocaciones. Este era de un grado superior, lo que de algún modo le daba un prestigio mayor a nuestros ojos. Para nosotros, el grado o año que comandaba cada hermano establecía una suerte de jerarquía. Se suponía que el que tenía a su cargo un grado superior sabía más que el que tenía uno inferior, y así. Las visitas de maestros de grados superiores nos confería una especie de distinción, una forma de dignidad especial que nos jerarquizaba. El hermano Benito era maestro -luego supimos que se decía profesor- de primer año. Para los de sexto, primer año era algo muy distinto que sexto para los de quinto.Primer año era una especie de más allá. Muchos sabíamos que no llegaríamos a primer año. La mayoría ya tenía sus planes trazados para cuando terminaran sexto (y eso si lo terminaban). El hijo del almacenero y del lechero al mostrador o al reparto, el del herrero a dar vueltas a la fragua o a golpear el hierro al rojo, el del carpintero a cortar madera. Las apetencias culturales de la mayoría de nuestra gente se veían satisfechas con que sus hijos terminaran sexto, lujo que sus padres distaron de disfrutar.En cuanto a mí, los planes eran inciertos. Pero para aquellos que sabían que seguirían -los hijos de los doctores o de los grandes comerciantes del pueblo-, primer año era algo fascinador que significaba de algún modo traspasar una barrera, cumplir una etapa.Y el hermano Benito era el maestro de ese primer año. Las cosas que dijera, pues, tenían un contenido diferente del de nuestro sencillo hermano Bernardo, con todo lo gritón que era. Benito, por el contrario, era suave y persuasivo. Nunca gritaba, y tampoco tenía necesidad. Bebíamos sus palabras como surgidas de una fuente de sabiduría, y sentíamos que cada cosa que dijera tenía un significado diferente y superior.Y por supuesto, nos decía infinidad de cosas que no entendíamos, y que a lo largo del año repetía, machaconamente. Sacábamos en limpio que todo hombre tenía una vocación, y que debía seguirla. Que había muchas vocaciones posibles, de las cuales no se hablaba demasiado. Pero que había una excelsa, una que salvaba y dignificaba al hombre, criatura de Dios, y esa vocación era el servicio de Dios. Que se podía cumplir indistintamente siendo cura, o también siendo hermano. Porqué era preferible ser hermano, tampoco quedaba muy claro, pero era preferible.Así, cumpliendo con su vocación, sirviendo a Dios, el hombre salvaría almas, librándolas de la eterna condena del infierno para permitirles acceder al cielo, y a la vez se salvaría a sí mismo para toda la eternidad.El especial hincapié que se hacía en la eternidad, hizo que muchos de nosotros encontráramos nuestra vocación. Realmente, la repetición insidiosa de esas palabras, eternidad, infinito, siempre, siempre, quemándonos en la llama eterna, nos llenaba de pavor y convencía de que debíamos contratar cualquier clase de seguro que fuera necesario para que nos librara de ese horror. El solo pensar en un sufrimiento eterno, que jamás tuviese fin, era una de las pocas ideas que se me infundieron que nunca pude llegar a racionalizar. Bien miradas las cosas, desde ahora, también la idea de una felicidad eterna, para siempre, para siempre, gozando de la maravillosa contemplación del Señor, habría de ser una cosa bastante insoportable a la larga, pero esa idea no nos inquietaba entonces. Lo que queríamos a toda costa era rajarle a las llamas, no importa cuál fuese la alternativa.Los recreos del martes por la mañana nos tenían pues a todos cabizbajos, pensando en esas llamas eternas, eternas, y apenas nos atrevíamos a cambiar palabra, excepto con nuestros amigos más fieles. Dada la escasa capacidad de resistir la tentación y de caer en pecado, mis alternativas eran pocas: o seguir mi vocación, o la llama eterna. Mi estado de gracia duraba solo normalmente unas horas. Permanecer en el mismo era todo un sacrificio desde que confesaba, los sábados por la tarde, hasta que comulgaba, el domingo por la mañana. Esa lucha tenaz contra todo mi cuerpo fogoso, que me instaba a quebrantar de inmediato los diez mandamientos con todas sus diferentes variedades, veniales y mortales, apenas podía sostenerla victorioso durante esas pocas horas. Una vez comulgado, sucumbía pasado corto tiempo: un día a lo más. Mi condenación, pues, era cosa segura. A veces especulaba con la idea de un rayo que me derrumbase en el momento de comulgar, lo que me aseguraría la vida eterna, pero de acuerdo con todas las anécdotas que se contaban de salvaciones y condenaciones de último momento, era en extremo improbable.Otras veces contaba con una muerte lenta, previsible, ya viejo en mi lecho de enfermo, ya cansado de mi larga vida de pecador, donde una extremaunción venía a establecer una especie de borrón y cuenta nueva que me asegurase la vida eterna.Pero contra eso también chocaba el anecdotario que nos hablaba de muertes súbitas, de pecadores fulminados por el rayo del castigo divino, que oportuno burlaba los designios del pecador de burlar a su vez el mandato divino. Había que eliminar la posibilidad de una salvación por casualidad o calculada fríamente, Dios lo tenía él ya todo calculado, y no había ningún resquicio para la casualidad ni ninguna posibilidad de que se descuidase y poder colarse furtivamente sin que San Pedro nos pidiera rendición de cuentas.Los datos eran contradictorios, y por veces no entendía nada. Por un lado estaba el arrepentimiento a tiempo, que in extremis mortis nos podía procurar la salvación, y que era mi sola esperanza. Por otro lado se hablaba de una balanza, en la que se debían pesar las buenas y malas acciones. Unas en un platillo, otras en el otro. Demás está decir que en mi balanza solo un platillo estaría cargado. Decididamente, a juzgar por los hermanos, por la vieja, mis tías, abuelos y todo el mundo, no iba a haber casi ninguna buena acción que yo pudiera poner en el otro platillo.A veces nos inspiraban con las vidas de santos, que ya desde la niñez mostraban sus tendencias hacia esa vida de perfección y beatitud que posteriormente les habría de procurar la santidad; intentaba encontrar en qué imitarlos, pero o me parecían muy bobos, anticuados e imposibles de emular, o realizaban acciones de tal heroicidad que más bien podría decirse que la suerte los ayudaba poniéndoles en el camino las oportunidades para ejercer sus capacidades de ser buenos.Estaba, pues, de acuerdo con todas las probabilidades, bien frito, a menos que me hiciese cura.
Etiquetas: La niñez
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