Mascaró


Alea jacta est

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viernes, marzo 30, 2007

Las fiestas patrias


Yo era un poco el artista. Así me llamaban en el colegio. Solista del coro y recitador obligado de todas las fiestas escolares.

Y a propósito, se aproximaba el 9 de Julio y todavía el hermano Julio, que organizaba los recitales, no me había llamado. Los días corrían, y con ellos arreciaron las cargadas del resto, que se regocijaban con mi decadencia como poeta. A mí también me entristecía que mi último año pasara sin una de las pocas posibilidades de lucimiento que me ofrecía el colegio (porque en lo que se refiere a notas...). Por fin, el 4 por la mañana, me llama el Hermano aparte y me dice que tiene una poesía para mí, pero que es un poco larga, y que no sabe si me voy a animar.

-¡Por supuesto que me animo! -dije sin siquiera verla.

-Pero es un poco larga... -insistió, y me tendió la hoja mimeografiada.

En realidad era un poco larga, pero ya estaba hecho, y no era el caso de echarse atrás. Veinticuatro estrofas de ocho heptasílabos, que tenían en común el hecho de que todas terminaban en una limosna por Dios. Quien se había consumido en esas llamas de ardiente originalidad era Bartolomé Mitre, que relataba las desventuras de un viejo soldado del Paraguay, que luego de haber pasado por los fragores de diez mil batallas, narradas minuciosamente, por otra parte, se veía obligado a pedir limosna a la salida de la iglesia. Una especie de autobiografía del pobre Mitre, en fin. Con una verborragia pretensiosa que superaba la pobre capacidad de comprensión de mis doce años (y pensándolo bien, quizás también la actual), se sindicaban todas las batallas con nombre y apellido, lo que para mí, pobre memorista, constituía una dificultad adicional. Pero la necesidad de actuar ante auditorios verdaderos era muy intensa, de modo que puse de inmediato manos a la obra. O mente, las manos las ponía mi tía Margarita. La tarea se repartía así: yo memorizaba la poesía, lo que daba por resultado una repetición monótona y mecanizada. Mi tía se encargaba luego de la dramatización, de las subidas y bajadas de tono, de las manos que debían trazar no se qué extraños dibujos, de los brazos que agitaban el aire cual aspas de molino. El plan se trazó conjuntamente así: cuatro tardes dedicadas al aprendizaje de memoria, y la última, a “los ademanes”, como les llamábamos. En realidad ese tiempo no alcanzaba para nada, ambos lo sabíamos. Igual lo intentamos, ya que ahora no era sólo mi honor el que estaba en juego, sino también el de ella. El ocho por la tarde, en el ensayo final, nos convencimos de que la cosa iba a ser un desastre, pero ya estábamos jugados.

A la mañana siguiente, le confesé mis dudas al Hermano Julio, quien me tranquilizó diciendo que se pondría cerca de mí y me soplaría si era necesario. Todo fue bien hasta llegar a la frase en Humaitá y Curupaytí, en la que quedé mudo y duro con el brazo extendido apuntando al cielo (circunstancia registrada para la posteridad en la foto que publicó la revista “El Amigo” y que mi vieja conserva todavía, pinchada con un alfiler en un rincón del viejo ropero) y con el Hermano Julio gritando desesperado, que por supuesto oyó varias veces todo el colegio menos yo. Ésta fue mi última actuación como poeta.

Del coro ya hablaremos.

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