Mascaró


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jueves, abril 10, 2008

Borges y los piqueteros

Por supuesto, Vargas Llosa no es santo de la devoción de Crab, quien lo considera un traidor. Primero se subió al tranvía de la izquierda, porque en la época del boom, ¿qué podía ser un escritor sino de izquierda? Luego, cuando los vientos cambiaron, se pasó a las filas del enemigo. Me pregunto qué pensará realmente ahora.
No obstante, algunas de las ideas que aquí expone con su habitual habilidad pueden ser compartidas. No siempre uno puede estar en contra de ideas lúcidas porque provienen de un adversario. No siempre puede estar de acuerdo con ideas estúpidas porque provienen de un compañero de ruta. Escuchémoslo.

Argentina renuncia poco a poco a todo lo que hizo de ella un paí­s del primer mundo para, obnubilada por el populismo, la dictadura y la demagogia, empobrecerse, dividirse y ensangrentarse.
La biblioteca "Miguel Cañas", en el barrio bonaerense de Boedo, es un modesto local de techos altos y viejos anaqueles y pupitres de lectura, que se ha convertido en un sitio de peregrinación cultural para todo visitante más o menos alfabeto que llega a Buenos Aires. Porque aquí­ trabajó Jorge Luis Borges nueve años, de 1937 a 1946, como humilde auxiliar de bibliotecario, registrando y clasificando libros en un estrecho cuartito sin ventanas del segundo piso, donde ahora se exhiben, en una vitrina, las primeras ediciones de algunos de sus libros.
No hace mucho pasó por aquí­ el escritor inglés Julian Barnes y dejó estampada su admiración por el autor de Ficciones. Siento de pronto emoción imaginando aquellos años oscuros de ese auxiliar de biblioteca que, según la leyenda, en la hora de tranví­a que le tomaba ir y venir de su casa a su trabajo, se enseñó a sí­ mismo el italiano, y leyó y poco menos que memorizó La Divina Comedia, de Dante. Además, claro, de darse tiempo para escribir los cuentos de su primera obra maestra, Ficciones (1944).
Borges es una las cosas más notables que le ha pasado a la Argentina, a la lengua española, a la literatura, en el siglo veinte. Y es seguro que esa particular forma de genialidad que fue la suya -por lo excéntrico de sus curiosidades, su oceánica cultura literaria, lo universal de su visión y la lucidez de su prosa- hubiera sido imposible sin el entorno social y cultural de Buenos Aires, probablemente la ciudad más literaria del mundo, junto con Parí­s. Ambas capitales tienen encima, como segunda piel, una envoltura literaria de mitos, leyendas, fantasí­as, anécdotas, imágenes, que remiten a cuentos, poemas, novelas y autores y dan una dimensión entre fantástica y libresca a todo lo que contienen: cosas, casas, barrios, calles y personas.
Mucho de aquella Argentina de lectores voraces y universales, de cosmopolitas frenéticos y polí­glotas desmesurados, está todaví­a presente en la desfalleciente Buenos Aires a la que vuelvo luego de algunos años: en sus espléndidas librerí­as de Florida y Corrientes abiertas hasta altas horas de la noche, en sus cafés literarios donde se cocinaron grandes polémicas estéticas y políticas, y cuajaron esas revistas culturales que circulaban por toda América Latina como ventanas que nos descubrí­an a los latinoamericanos todo lo importante que en materia artí­stica y literaria ocurrí­a en el resto del mundo.
Las paredes del Café Margot están llenas de inscripciones, fotos y recuerdos de los ilustres escribidores, músicos y pintores que se sentaron, bebieron y discutieron hasta altas horas en estas mesitas frágiles y apretadas donde, con un grupo de amigos, recordamos algunas glorias extintas: Victoria Ocampo, Marí­a Rosa Oliver, José Bianco. En un rincón del célebre Café Tortoni hay una mesa con un Borges de tamaño natural, hecho de papier-maché.
Pero es sobre todo en ciertas personas donde aquella tradición civil e intelectual está aún viva y coleando: después de muchos años tengo la alegrí­a de ver al ensayista y filósofo Juan José Sebreli y unos pocos minutos de conversación me bastan para comprobar, de nuevo, la solidez y vastedad de su información filosófica, la desenvoltura con que se mueve por los mundos de la historia, las ideas polí­ticas y la literatura. Como muchos argentinos que he conocido, me da la impresión de haber leí­do todos los libros.
Borges fue destituido de su empleo en la biblioteca "Miguel Cañas" por el gobierno de Perón, en 1946, y degradado, por su anti-peronismo, a la condición de inspector municipal de aves y gallineros. El hecho es todo un sí­mbolo del proceso de barbarización polí­tica que latinoamericanizarí­a a Argentina y revelarí­a a los argentinos al cabo de los años que, en verdad, no eran lo que muchos de ellos creí­an ser -ciudadanos de un paí­s europeo, culto, civilizado y democrático, enclavado por accidente en Sudamárica- sino, ay, nada más que otra nación del tercer mundo subdesarrollado e incivil.
La involución del paí­s más próspero y mejor educado de América Latina -una de las primeras sociedades en el mundo que gracias a un admirable sistema educativo derrotó al analfabetismo- a su condición actual, es una historia que está por escribirse. Cuando alguien la escriba, lo que saldrá a la luz tendrá la apariencia de una ficción borgiana: una nación entera que, poco a poco, renuncia a todo lo que hizo de ella un paí­s del primer mundo -la democracia, la economí­a de mercado, su integración al resto del globo, las instituciones civiles, la cultura de brazos abiertos- para, obnubilada por el populismo, la demagogia, el autoritarismo, la dictadura y el delirio mesiánico, empobrecerse, dividirse, ensangrentarse, provincializarse, y, en resumidas cuentas, pasar de Jorge Luis Borges a los piqueteros.
Son emblema de la otra Argentina, la que rechazá el camino de la civilización y optá resueltamente por la barbarie. En sus orí­genes eran, al parecer, desempleados y marginales que salí­an a reclamar atención y trabajo de un poder que los ignoraba, de un mundo oficial sin alma, que daba la espalda a los más necesitados. Ahora, más bien, son las fuerzas de choque del poder polí­tico.
Antenoche han salido con sus bombos y sus garrotes a enfrentarse a los simpatizantes de los agricultores que protestan en la Plaza de Mayo por los nuevos impuestos decretados por el gobierno de Cristina Kirchner para los productos agrí­colas. Y, en efecto, los dispersan a palazos y a patadas, en nombre de la revolución.
¿Cuál revolución? La del odio. Lo explica muy bien el lí­der piquetero Luis D'Elí­a, afirmando que la culpa de esta movilización de agricultores contra el gobierno la tienen "los blancos". Añade que él "odia" a los blancos del Barrio Norte y quisiera "acabar" con todos ellos. Pregunto a mis amigos argentinos qué quiere decir el lí­der piquetero con aquello de "blancos". Porque, por donde yo miro, en la Argentina, por más esfuerzos que hago, sólo veo blancos. ¿Quiere acabar, pues, el piquetero con 40 millones de sus compatriotas? No veo argentinos negros, ni cholos, ni indios, ni mulatos, salvo turistas o inmigrantes: ¿únicamente a ellos está dispuesto D'Elí­as a salvar de sus fantasí­as homicidas y racistas?
Unos dí­as más tarde, tengo ocasión de inspeccionar muy de cerca a un par de centenares de piqueteros que emboscan el autobus que me lleva, de la Bolsa de Rosario al local del Instituto Libertad, que cumple 20 años, un aniversario que un buen número de liberales del mundo entero hemos venido a celebrar. Como quedamos inmovilizados por la joven hueste de don Luis D'Elí­as -o tal vez alguna peor, pues ésta es sólo ultra, y en la Argentina hay ultra-ultra y más- entre 10 y 15 minutos en la Plaza de la Cooperación, mientras ellos, imbuidos de la filosofí­a de aquel mentor, destrozan los cristales del autobus y lo abollan a palazos y pedradas y lo maculan con baldazos de pintura, tengo tiempo de estudiar de cerca las caras furibundas de nuestros atacantes.
Son todos blanquí­simos a más no poder. Mis compañeros y yo guardamos la compostura debida, pero no puedo dejar de preguntarme qué ocurriría si, antes de que vengan a rescatarnos, los aguerridos piqueteros que nos apedrean lanzan adentro del ómnibus un cóctel molotov o consiguen abrir la puerta que ahora sacuden a su gusto. ¿Celebraré mis 72 años -porque hoy es mi cumpleaños- tratando de oponer mis flacas fuerzas a la apabullante furia de esta horda de salvajes?
Cuando pasa todo aquello, la joven periodista ecuatoriana Gabriela Calderón -es tan menuda que consiguió encogerse debajo del asiento como una contorsionista- me pregunta muy en serio si estas cosas me ocurren en todas las ciudades que visito. Le respondo que no, que esto sólo me ha ocurrido en la queridí­sima ciudad de Rosario.
Lo es para mí­, por los buenos recuerdos que guardo de ella, y porque es la tierra de mi amigo Gerardo Bongiovanni y de Mario Borgonovo, un publicista que, cuando se lanza a cantar tangos, hasta los ángeles del cielo bajan y los diablos del infierno suben a escucharlo. Gerardo fundó, con cuatro amigos, en 1988, la Fundación Libertad, para promover las ideas liberales en su paí­s. 20 años después, el Instituto es un foco de pensamiento, de debates, de publicaciones, de seminarios y conferencias que entablan una batalla diaria por la modernidad, la tolerancia, el progreso, la democracia y la prosperidad contra quienes se empeñan en seguir retrocediendo a la Argentina hacia lo que Popper llamaba "la cultura de la tribu".
Durante los diálogos, mesas redondas y exposiciones de estos dí­as, como en la mañana emocionante de mi visita a la biblioteca "Miguel Cañas", de Boedo, me digo, esperanzado, que no todo está perdido, que todaví­a el fantasma de Borges podrí­a despertar a la Argentina de la pesadilla de los piqueteros.

Por Mario Vargas Llosa
Fuente: El Paí­s (España)

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