Zapatillas, de Etgar Keret
A pedido de mi amigo Martín Brauer, que tiene dificultades con su blog, publico este cuento de un escritor humorístico (aunque acá no lo demuestra mucho) israelí, que a Martín le encanta.
Particularmente, a Crab le resultó un escritor del montón. Uno de esos que le hacen decir "pero yo escribo mucho mejor que éste", y no obstante seguir sin animarse a escribir nada.
Pensando porqué le gusta a Martín, que es una persona de gran sensibilidad y aguda capacidad crítica, pienso que aquí se están mezclando un poco los tantos. "Con los más sublimes sentimientos se puede escribir la peor literatura", dijo Gide, y es una profunda verdad. A veces hemos vivido una experiencia que nos marcó muy profundamente, y pensamos que al contarla vamos a conmover al lector y que estamos haciendo literatura. No: hace falta algo más.
Aquí se trata el tema del holocausto, tema que nos sensibiliza a todos, pero que sin duda para un judío tiene una significación especial. Nosotros podemos solidarizarnos todo lo que quiéramos, pero no es a la humanidad a la que metían en el horno: era a los judíos.
Por eso pienso que este cuento le tiene que hacer sentir algo especial a Martín, y está bien que así sea.
Zapatillas
El día del Holocausto fuimos con Sara, la maestra, en la línea 57 a la Casa de los Judíos de Volín, y me sentí terriblemente importante. Todos los chicos de la clase eran iraquíes, salvo yo, mi primo y otro más, Druckman, y de todos, yo era el único que tenía un abuelo que había muerto en el Holocausto. La casa de Volín era muy linda y lujosa, hecha toda en un mármol negro de millonarios. Había un montón de cuadros tristes en blanco y negro, y listas de personas, de lugares y de muertos. Pasamos entre todas las fotos de a dos, y la maestra dijo que no tocáramos nada. Pero yo toqué una de cartón, con un hombre flaco y pálido que lloraba y tenía un sandwich en la mano. Las lágrimas le caían por las mejillas como las franjas blancas de una carretera. Mi compañera, Orid Salem, dijo que le iba a contar a la maestra que yo había tocado. Y yo le dije que, por mí, le dijera a cualquiera, incluso a la directora, que no me importaba. Era mi abuelo y yo tocaba todo lo que quería.
Después de ver las fotos, nos hicieron pasar a un salón grande y nos mostraron una película de unos niños a los que metían en un camión y después los asfixiaban con gas. Luego subió al escenario un viejo flaco que contó que los nazis eran unos infames y asesinos y cómo él se había vengado de ellos, e incluso había estrangulado a un soldado con sus propias manos hasta matarlo. Jerby, que estaba sentado a mi lado, dijo que el viejo mentía, que por su aspecto no podía agarrárselas con ningún soldado del mundo. Pero yo miré al viejo a los ojos y le creí. Tenía tanta furia en la mirada que en comparación, todas esas crisis en el mundo de delincuentes que levantan adoquines de la calle me parecían un chiste.
Al final, después que terminó de contar lo que había hecho durante el Holocausto, el viejo dijo que todo lo que habíamos oído ese día era muy importante. No sólo por el pasado, sino también por lo que pasa ahora. Porque los alemanes todavía viven y todavía tienen un Estado. El viejo dijo que jamás los perdonaría y esperaba que nosotros tampoco lo hiciéramos y que Dios nos libre de visitar su país. Porque también cuando él y sus padres fueron a Alemania, hacía cincuenta años, todo parecía muy lindo y terminó en un infierno. Los hombres muchas veces tiene corta memoria, dijo, en especial para las cosas malas. Prefieren olvidar, pero ustedes no olviden. Cada vez que vean a un alemán, recuerden lo que les conté. Y cada vez que vean un producto de Alemania, y no importa si se trata de un televisor, porque la mayoría de las fábricas de televisores son alemanas, o lo que sea, recuerden siempre que debajo de una cubierta elegante se ocultan piezas y tubos que están hechos con huesos, piel y carne de judíos muertos.
Al salir, Jerby volvió a decir que si ese viejo llegaba a estrangular siquiera un pepino, entonces él estaba loco, y yo pensé que estaba bien que tuviéramos una heladera Amqor en casa, ¿para qué buscar problemas?
Dos semanas más tarde, mis padres volvieron del exterior y me trajeron unas zapatillas. Mi hermano mayor le contó a mamá que eso era lo que yo quería, y ella me trajo las más lindas. MI mamá sonrió cuando me dió el regalo, estaba segura de que yo no sabía lo que había adentro. Pero yo las identifiqué de inmediato por el escudo de Adidas en la bolsa y le dije gracias. La caja tenía forma rectangular, como un ataúd. Adentro yacían dos zapatillas blancas, con tres franjas azules en cada una y al costado estaba grabado Adidas Rom. No necesitaba abrir la caja para saberlo.
-Ven a probártelas- dijo mamá y sacó los papeles de adentro- Veamos si te quedan bien.
Sonreía todo el tiempo y no entendía qué pasaba.
-Son de Alemania, ya sabes- le dije-, y le apreté la mano con fuerza.
-Claro que lo sé. -Mamá sonrió- Adidas es la mejor marca del mundo.
-También el abuelo era de Alemania- traté de insinuarle.
-El abuelo era de Polonia -me corrigió mamá. Se quedó triste por un instante, pero enseguida se le pasó, me calzó una de las zapatillas y empezó a atarme los cordones. Me quedé callado. Me di cuenta de que no iba a servir de nada decir algo. Mamá no tenía idea de su historia. Jamás había estado en la Casa de los Judíos de Volín, nunca le habían explicado nada. Y para ella, las zapatillas eran sólo zapatillas y Alemania y Polonia eran lo mismo. Entonces dejé que me las pusiera y me callé. No tenía ningún sentido contarle y ponerla todavía más triste.
Después que le di de nuevo las gracias y le di un beso en la mejilla, le dije que me iba a jugar.
-Pero ¡tené cuidado! -Rió papá desde el sillón en el living- No arruines la suela de una sola vez.
Volví a mirar esas pálidas zapatillas de cuero sobre mis pies. Las miré y me acordé de todo lo que el viejo que había estrangulado a un soldado dijo que había que recordar. Volví a tocar las franjas de las Adidas y me acordé de mi abuelo de la foto.
-¿Te resultan cómodas las zapatillas? -preguntó mamá.
-Seguro que le resultan cómodas -dijo mi hermano por mí- Esas zapatillas no son unas zapatillas cualquiera. Son las mismas que usa Ronaldinho.
Fui lentamente en dirección a la puerta en puntas de pie, tratando de poner el menor peso posible en las zapatillas. Fui así, sin cuidado, hasta el Parque de los Monos. Afuera, los chicos del Borojov hicieron tres equipos, Holanda, Argentina y Brasil. Y justo a los de Holanda les faltaba un jugador. Entonces estuvieron de acuerdo en incorporarme, a pesar de que nunca incorporan chicos que no sean del Borojov.
Al principio del partido todavía me acordé de no patear con la punta para no lastimar al abuelo, pero cuando pasó un rato me olvidé, exactamente como el viejo de la casa de Volín dijo que uno olvida, e incluso metí un gol de volea que nos hizo ganar. Pero después del partido me volví a acordar y las miré. De pronto me resultaron muy cómodas y más blandas, mucho más de lo que parecían cuando estaban en la caja.
-¡Qué tiro que fue ese! -le dije al abuelo de camino a casa.
-El arquero ni se dio cuenta de dónde le vino.
El abuelo no dijo nada, pero por la forma de andar, sentí que él también estaba contento.
(Cuento del escritor y cineasta Etgar Keret)
Etiquetas: Los amigos.
2 Comentarios:
Gracias x el cuento,
es muy lindo
blixmi
No me agradezcas a mí, Blixmi, sino a Brauer.
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