Mascaró


Alea jacta est

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miércoles, mayo 02, 2007

Ricardo III (Susana II)

Nos sentamos y comienza a contarme. Que en realidad a ella, Ricardo no le gustaba para nada. Que desde el primer día, quien la había vuelto loca era yo, y que sólo había aceptado salir con él porque vio que nosotros éramos muy amigos, y que la única oportunidad que tenía de seguirme viendo, era saliendo con él. Que con el mismo propósito me había traído amigas, para así poder salir los cuatro y seguirme viendo.
Te imaginás qué lío. Ahí estaba yo, sentado con la mujer de quien estaba enamorado como un imbécil mi mejor amigo, confesándome su amor... ¡por mí!
Le dije que me sentía muy halagado por todo lo que me estaba contando, pero que no sentía absolutamente nada por ella, y que aún sintiendo, de ningún modo podía herirlo a Ricardo, que era mi mejor amigo.
Pero quedaba lo peor.
¿Qué hacer al día siguiente, cuando Ricardo viniera a casa a escuchar jazz, como todos los domingos por la tarde?
1) ¿ocultarle lo conversado con Susana, para provocarle solo sufrimientos más grandes cuando llegara el momento de la inevitablemente cruel y dolorosa separación? o,
2) ¿decirle lo sucedido, corriendo el riesgo, dado su ciego enamoramiento, de que no me creyera?
Por supuesto, había elegido 2): si tiene que doler, cuanto antes sea, mejor.
Cuando llega a casa, por supuesto, la primer pregunta fue: ¿y, qué pasó?
Pero ya entonces yo tenía preparado mi relato, luego de largas cavilaciones acerca de lo más conveniente por hacer. Cuando termino de contarle, él, de costumbre sereno y tranquilo, se pone loco, me dice que soy un delirante, que quién sabe qué comentario inocente habría hecho Susana que había desencadenado quién sabe qué delirios imaginativos míos, y que, por supuesto, no me creía una sola palabra, y que, también por supuesto, no tenía ningún interés en seguir siendo mi amigo, y que no nos volveríamos a ver. Y así fue.
Años después, Ricardo trabajaba en una joyería, donde trabajaba también Juan Visto, otro compañero de secundario de ambos. Un día, habían pasado cuatro años, me comprometo con una de mis tantas novias y le compro los anillos a Visto.
Cuando voy a buscarlos, me encuentro con Ricardo, a quien saludo calurosamente, y que me trata con gran frialdad.
Después del saludo, le digo que porqué no nos encontramos para tomar un café y charlar, lo que no parece despertarle gran entusiasmo. Ante mi insistencia, me dice que le dé mi teléfono y promete llamarme. Todavía estoy esperando...
Pasan seis años, ya estoy casado con mi primer mujer. Me encuentro en la calle con González, otro compañero común, con el cual comenzamos a recordar los viejos buenos tiempos idos, y de pronto me pregunta:
-Decime, ¿qué pasó con vos y Ricardo, que eran inseparables, y de repente...?
Entonces le cuento toda la historia. Y él, que lo seguía viendo, me cuenta a su vez:
-Sí, se casaron, y Ricardo descubrió al tiempo que Susana le metía los cuernos, de modo que se separó.
Pasaron otros doce años. Corina y Elisa, mis hijas, andaban por los 14 y 12. Como el recuerdo de Ricardo y las cosas verdaderamente geniales que hacíamos juntos (todavía las recuerdo) siempre estaba presente, se ve que les conté algunas anécdotas. Entonces me dijeron:
-¿Y porqué no lo llamás?
-Y... después de tanto tiempo, ¿qué sentido tiene, cómo me recibirá?
Un día vuelvo a casa, y me dice Elisa que me había llamado Ricardo , y que había dejado dicho que lo llamara. Yo contesté:
-Pero si ni siquiera tengo el número.
-Está en la guía, -me contestaron.
Así que agarro la guía y lo llamó:
-Hola ¿Ricardo? Soy yo, Crab, me dijeron que me habías llamado.
-¿Yo? ¡Jamás!
Interiormente pienso: cuando cuelgue las agarro a esas dos hijas de puta y me las van a pagar. Pero me sobrepongo e intento otra vez:
-Bueno, habrá sido una confusión. Pero ya que estamos, ¿porqué no nos vemos un día de estos, y charlamos?
Nuevamente, la misma frialdad de hace unos años:
-Bueno, en realidad en estos momentos ando muy ocupado, pero dejame tu teléfono. Yo te voy a llamar.
Sigo esperando. Por supuesto, apenas cuelgo las agarro a las dos y les reprocho el papelón, y me contestan que debe haber sido alguna travesura de... ¡los hijos de Ricardo!

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