La Librería
Un día me quedo con el auto sin nafta por Retiro. Pregunto por el surtidor más cercano: Suipacha y Esmeralda, me dicen. Subo humillado con el bidón en la mano la cuesta de Suipacha, y veo, casi al llegar a Arroyo y su "elegante codo" (Mallea dixit) una hermosa Galería frente al Museo Fernández Blanco. La mitad se asomaba a la calle y la miraba desde arriba, la otra mitad, hacia el final, se nivelaba con la calle, que hace ahí una cuesta pronunciada.
Fuimos a terminar de cargar nafta y al regresar la visitamos. Se llamaba (y llama) Paseo Arroyo.
Con mi entonces mujer, egresada de Letras, teníamos siempre el proyecto de tener una librería. "Siempre que compremos el local -decía yo-, no quiero estar sujeto a obligaciones que quién sabe si podré cumplir". Basta decirle eso a una mujer, para que se ponga todos los días a leer los clasificados, buscando algo que se ajuste a tus posibilidades. Un día aparece. Podíamos comprarlo. ¿Y a que no saben dónde quedaba? Sí, en Paseo Arroyo. (Lo que no sabíamos era que el precio era sospechosamente acequible porque la Galería no era demasiado concurrida).
Bueno, compramos y ahí se presentaron varios problemas.
Decoración: una joven amiga arquitecta nos ayudó con muy buenas y elegantes ideas. Quedó bastante bien.
El nombre que le pondríamos. Como Crab -recordarán- es aficionado al cine, se acordaba de una hermosa película que había visto en el Lorraine, Le bateau ivre, que glosaba en imágenes el poema de Rimbaud.
Lo sugerí y fue aceptado. Los que no lo aceptaron eran los que tomaban el pedido en las editoriales: ¿"lo qué, le bató libres"?
Faltaba llenarla de libros. Como a través de mis traducciones tenía contacto con varias editoriales, no hubo muchos problemas: me ayudaron. No era como ahora, en que los gallegos te llenan de libros en consignación. Entonces había que pagarlos a los 60 días, o si eran novedades, devolverlos.
Siempre recordaré que un gran editor y mejor amigo, Gregorio Schvartz, dueño de Fausto, me dijo: "Te felicito. Te vas a llenar... ¡de libros!". Sabía de que hablaba.
En la inmensa torre que había arriba vivía Menotti, y un montón de personajes, algunos tristemente célebres, que no nombraré. En general gente adinerada, pero más bien nuevos ricos. Pensaba, ingenuamente, que la gente que tiene guita compra libros. Desde ya sepanlo: ¡no!, son brutos y no les importa serlo. ¿Para qué, si así les fue muy bien hasta ahora?
Un error también, quizás, fue que comprábamos de acuerdo con nuestros gustos y preferencias, que eran muy selectas, lejos de las de la mayoría. Sí nos sirvieron para conocer gente muy interesante. Por ejemplo, un general muy inteligente, con el que hablábamos de Sartre, y que fue el que me dijo un día que sentía vergüenza porque tenía hijos que habían pasado ya la adolescencia, y seguían vivos (el Proceso había dado hacía pocos años sus últimas boqueadas).
Pero eran los menos, y además, ya lo habían leído todo, así que no compraban libros: venían a hablar de ellos, contentos de tener por fin con quien.
Por supuesto, y para dar un ejemplo, uno debe tener el Quijote. Pero yo pensaba en mis épocas de comprador de libros, y me decía: "bueno, pero hay que tener uno bien encuadernado, para el que viene a comprar un regalo, otro con una encuadernación buena, pero no lujosa, para el que quiere releerlo y que le dure, y otro en rústica, para el que no quiere (o puede) gastar mucho. Así que el menos 3 Quijotes. Otros tantos Martín Fierro, y así... La lista es larga, imagínenla ustedes. Nunca vendimos un Quijote, ni un Martín Fierro.
Ni hablar de la poesía, donde figuraban los que para nosotros eran sus mejores representantes. Insisto: una notable selección. Nunca vendimos un libro de poesía.
Por supuesto, vivíamos de otros ingresos que yo tenía. Todo lo que se vendía se dedicaba a pagar los libros comprados, y a seguir comprando con el crédito que seguíamos teniendo.
Otro problema eran los horarios. Esa gente se levanta a las once, así que nosotros, que abríamos a las nueve, pasábamos dos horas ociosos. Bueno, no del todo: leyendo. Digamos mejor improductivas económicamente. Y eso era, después de todo, un negocio. A la noche otro tanto: nos íbamos a las ocho, justamente cuando más gente empezaba a pasear por la Galería.
Después de dos años y medio, hicimos un análisis, un profundo examen de conciencia, y resolvimos cerrarla. Nos ahorraríamos tiempo y preocupaciones, y no perderíamos nada.
Porque nos llenamos, como Schvartz predijo... ¡de libros!
Etiquetas: Un cacho de cultura.
3 Comentarios:
Crab:
Muchas gracias por la dedicatoria. Hoy respondo tu mail.
bueno, una manera menos directa de llenarse de libros... otro lindo post.
gracias por la dedicatoria, crab. yo también soy crab, entonces, e independiente, 9 de julio. ¿vos?
Anahi y Alicia:
La seguimos por e-m.
Gracias por estar.
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