EL PERRO
El colegio tenía una directora, pero era sólo a los efectos de los discursos en las fiestas patrias y la firma del boletín. El que mandaba en todos los sentidos, era Libonatti, el rector, más conocido por nosotros como "El Perro".
El Perro mandaba a todo el colegio, desde el portero, hasta los celadores y su jefe, a los profesores, a la directora misma, y por supuesto, qué necesito decirlo, a nosotros, los alumnos.
El Perro era una especie de ropero, de cuerpo grande, macizo, cuadrado, bigotes y pelo entrecanos siempre bien recortaditos, a lo villano, siempre con su traje y corbata -en invierno además sobretodo- y una sonrisa sarcástica de mitad de la cara, que sólo en ocasiones dejaba ver la hilera completa de labios perfectamente parejos: en las raras ocasiones en que estaba contento, y, las más, cuando estaba rabioso.
El Perro era lo primero que veíamos todas las mañanas al entrar al colegio. Parado siempre impecable en la puerta, como una innecesaria advertencia, mirándonos insolente, escudriñando hasta el más insignificante de nuestros defectos, separando a réprobos y elegidos. Inspirando terror, en fin.
Por supuesto, celadores y jefe de celadores trataban de copiar el estilo del Perro, lo que conseguían malamente y sólo ganaba el desprecio de éste. Porque El Perro era único para el castigo. Lo peor en la vida que uno podía oír de un celador o un profesor era: "vaya a la regencia y espéreme ahí". Y uno iba con la cabeza gacha, imaginando no sólo el castigo, siempre terrible, sino todas las humillaciones a que habría de ser sometido por parte del Perro, mientras nos interrogaba sobre lo que habíamos hecho, e iba preparando el clima hasta la llegada de la profesora, al final de la hora, que daba la versión final y definitiva (no siempre claro coincidente con la nuestra), y pronunciaba la sentencia final.
Pero no era sólo el castigo. Castigar, castigaban todos ¡hasta la infeliz de la directora!, lo del Perro era diferente. Él no castigaba para enmendar una conducta equivocada, para impartir justicia, o para de algún modo dejar una moral, una enseñanza. No, El Perro castigaba porque era un sádico grandísimo hijo de puta. También, aunque parezca mentira, hablaba. Su discurso era convencional, lleno de frases trilladas y por supuesto aburrido. Su especialidad era la santa mujer, a la que nosotros mancillábamos (la mayoría en el colegio eran profesoras, y con los pocos profesores, nos entendíamos sin Perro de por medio). Entonces era de ver al Perro explayarse, lleno de lugares comunes, sobre lo sagrado de la mujer, cuya más elevada representación y arquetipo era Evita, y que cómo podíamos olvidar que la mujer a la que hacíamos objeto de nuestro escarnio hubiera podido ser nuestra hermana, nuestra madre. Una vez, recuerdo, dije a un compañero, con toda lógica: "¡pero che, éste siempre dice lo mismo", a lo que me contestó, con toda lógica: "¡y qué querés, si siempre le hacen lo mismo!" Esa era nuestra relación con El Perro y sus discursos, en los que no creíamos, y en los que estábamos absolutamente seguros de que él tampoco creía, ya que como buen sádico hijo de puta, cómo nos habría de hacer creer que respetaba siquiera a las mujeres.
Pero El Perro, sin embargo, tenía una virtud. Hacía que todo el colegio compartiera un mutuo sentimiento: el odio. Que todo el mundo, sin excepción, le profesaba.
Sin embargo, como en todo desierto hay un oasis, también nosotros teníamos nuestra evasión. Los martes y jueves por la tarde había "ejercicios" (así llamábamos a educación física). Como era moda entonces, en tiempos de conquistas sociales, todas las fábricas tenían sus clubes, para solaz de sus obreros. Ni hablar que los días de semana estaban siempre desiertos, ya que a qué obrero podía interesarle pegarle patadas o raquetazos a una pelota después de estar todo el día hombreando bolsas, picando piedras con una maza, doblando hierro al rojo en el yunque, llevando pesados fardos de un lado a otro y otras delicadas tareas a las que suelen estar sometidos los obreros.
Entonces la fábrica nos había cedido las instalaciones del club, un poco para congraciarse con el peronismo, y otro poco porque nadie las usaba, en un acto destacado por un emotivo discurso pronunciado por El Perro, en el que además de Evita, y las madres, incluyó esta vez la justicia social instaurada por el general Perón, que era otro de los grandes temas que insertaba cuando podía. Porque si bien El Perro no se sometía a nada ni nadie, había un dios ante el que inclinaba la cerviz, y ese dios era Perón.Y hacia allá íbamos martes y jueves por la tarde al club de la fábrica, con nuestros humildes uniformes, cagados a pedradas las ocho cuadras que atravesábamos el barrio obrero que rodeaba la fábrica, respondiendo a una de las consignas de aquéllos tiempos "alpargatas sí, libros no", tomada al pie de la letra por los chicos del barrio.
Una vez en la cancha, terminados nuestros suplicios, comenzaba la diversión. La primera hora era un partido de fútbol, previa selección, revoleo de moneda mediante, de los equipos, de lo cual resultaba que yo, que era más chico por haber entrado un año antes, era elegido recién al final, y a pesar de tener un gran pique y ser muy veloz, terminaba siempre en el arco, con gran aburrimiento y gran desaprovechamiento de mis dotes. Pero en la hora siguiente se hacía atletismo. En realidad era pretencioso llamarlo así, ya que sólo eran carreras: 100 y 200, velocidad, 400 y 1000, semifondo. Entonces, según lo que le gustaba o se dedicaba cada uno, corrías un largo, al costado de la cancha, o dabas una y media o tres vueltas completas.
Mi especialidad eran los 100. Yo era un velocista puro. Nunca pude entender esas carreras largas en las que había que regular el ritmo, las energías, para, llegando el final, si es que quedaba un resto, largarse al embalaje final en procura del triunfo. En los cien, en cambio, no. Ahí había que largar con todo y llegar con todo, sin guardarse nada, muriendo en el intento.
Durante los primeros años me destaqué y gané algunas internas del colegio, pero ahora, que estaba en el último, mi responsabilidad era mayor. Había vencido en las competencias internas, y debía representar al colegio en los intercolegiales. Ahí la cosa era más complicada: estaban el Otto Krause y el Nacional Buenos Aires, que tenían gimnasios cerrados donde se entrenaban aunque lloviera, con profesores de atletismo de veras, y no como nosotros a un gordito que lo que más le gustaba era jugar al fútbol y tocar el pito cada tanto en burdo remedo del Perro.
Pero el Krause y el Buenos Aires eran, dado nuestro origen lumpen, objeto de una adversión particular. Ganarles constituía una especie de incentivación especial, y este año nuestro colegio estaba en situación de enfrentarlos con ciertas posibilidades.De modo que a entrenarse, y duro.
Grande fue mi sorpresa cuando al día siguiente soy citado al despacho del Perro. Pensando en qué alcagüetería me habría puesto en esta situación, y tratando de recordar las últimas felonías cometidas, golpeo y tras el "adelante", paso. Ahí estaba El Perro, luciendo una de sus sonrisas a dentadura plena, que uno nunca sabía si era de alegría o si iba a tirarte un mordiscón. Pero enseguida se develó la incógnita: esta vez el discurso no era sobre las mujeres, nuestras madres ni "la madre" de todas las madres, Evita. No, esta vez era sobre la gloria del colegio y el honor que significaría poder triunfar sobre otros colegios clasistas, llenos de maricas y niños bien, nosotros, hijos todos de trabajadores. Que el colegio confiaba y había puesto todas sus esperanzas en mí, ya que según los informes que tenía de nuestro profesor, era el candidato con más posibilidades. Que contaba con todo su apoyo, y que cualquier cosa que necesitara, no tenía más que pedírsela.
Me fui pensando que gran hijo de puta que era y cómo cambiaba su discurso según las circunstancias. Cómo en la emergencia había tocado mi fibra proletaria y nuestra sabida rivalidad o mucho más con los del Krause y el Buenos Aires. También pensé en lo hipócrita que era al ofrecerme todo su apoyo, cuando en realidad todo lo que hacía falta eran tan sólo un buen par de piernas para correr todo lo que podía y llegar primero ¿En qué podía apoyarme?Sin embargo, al día siguiente se me comunicó que los miércoles y viernes quedaba exceptuado de concurrir a las clases de religión que se dictaban por la tarde (otra lata, pero siempre preferible con tal de rajar del Perro, que por supuesto jamás concurría, como tampoco a las de "ejercicios"). En cambio, debía concurrir al campo de deportes, donde me entrenaría exclusivamente bajo la dirección del profesor.
Debo confesar que en tanto en los intercolegiales se largaba con los pies apoyados en tablas al sonido de un disparo, y se corría con zapatillas con clavos, como en los torneos, nosotros largábamos de pie, al sonido del pito del profe, y con las zapatillas blancas que formaban parte del uniforme de "ejercicios".
De modo que lo primero fue proveerme de un par de zapatillas con clavos (usadas, claro), las tablas clavadas en el piso y una pistola, todo un lujo, para ponerme en igualdad de condiciones. Mi salida en esas condiciones, ni hablar, mejoró, y logré tiempos mejores que los habituales hasta entonces. Entrenarme dos veces más por semana, además, aumentó mi rendimiento al máximo. Las pocas oportunidades anteriores en que me había enfrentado con la aristocracia, largaba siempre de atrás, y debía matarme para alcanzarlos, lo que aunque siempre estaba a punto de hacer, nunca logré. No me importaba correr de atrás, tenía un gran sprint y siempre acortaba distancias. El punto era que la distancia era corta y no me permitía alcanzarlos al llegar los cien metros. Ahora parece que las cosas serían de otra forma.
En uno de esos entrenamientos, veo de repente miradas alarmadas entre los muchachos. Levanto la vista, ¿y quién se aparece por primera vez por el campo, situado a 15 cuadras del colegio? El Perro en persona. Saluda a todos, todavía no repuestos de la sorpresa, a mí con una leve inclinación de cabeza. Luego hace un aparte con el profesor y conversar en voz baja.
La puta madre. Entonces le importaba en serio. Ya los profe le habrían dicho que con el tiempo que estaba haciendo era fija. Y nuestro cole solo había tenido un podio una vez, con el equipo de fútbol. Y un tercer puesto. Esta vez era atletismo, deporte fino.
Les confieso, tenía lo que después supe que se llama conflicto de atracción-repulsion. Por un lado, quería ganar, la gloria y todo eso. Por el otro, no quería darle la satisfacción al gran hijo de puta. Más que la concentración para la carrera, lo que me atormentaba era qué carajo hacer. Por fin lo decidí. Les mostraría a todos, hasta el último instante, que ganaba la carrera. Ahí, en el último momento, casi al tocar la cinta, retardaría mi paso y me dejaría pasar. Seguramente por el del Buenos Aires, que el año pasado me había matado.
Llegó pues el gran día. Yo estaba en gran forma. Preparado como nunca, y seguro de mí como nunca. ¡Qué lástima! Si no fuera por el Perro...
El disparo, y largamos. Estaba vez estaba yo al frente, y acostumbrado a correr siempre de atrás, me desconcertó un poco. Eché una mirada de reojo a ambos lados, y vi que tenía ventaja suficiente, de modo que incliné la cabeza y con todo hacia delante, ya no tendría problemas. La hinchada era mayoritaria para el Krause y el Nacional, que eran colegios más numerosos que el nuestro. Sobre todo para el del Nacional, que era mi seguidor inmediato. Entre los hinchas, adelante, se destacaba un vozarrón, bien conocido. Levanté un poco la cabeza y ahí lo vi al Perro, gritando como loco unos metros más allá de la cinta, que se me iba acercando vertiginosamente. Mi triunfo pondría a nuestro colegio en el mapa. Imaginé los titulares de deportes del día siguiente: "La Escuela de Ramos Mejía vence en velocidad pura en los intercolegiales al Otto Krause y al Nacional Buenos Aires". Y todo el honor que significaba para El Perro. Y sus discursos, en los que esta vez sí que estarían todas sus mentiras juntas: los ideales, los arquetipos, las madres, Evita y Perón. Pero te quedarás con las ganas, mierda.
Retardaré un poco, apenas un poco, los pasos que faltan, y dejaré que el del Buenos Aires me alcance, y que estirando el pecho, con un estirón que yo también puedo dar, si lo quiero, corte la cinta y se consagre campeón. Eso fue lo que todos mis compañeros, que me aplaudían enloquecidos pensaron. Sobre todo por la mirada de soslayo de canchero que les mandé.
Ahora, la realidad, aquí entre nosotros, es que el del Buenos Aires me ganó de veras, porque en el último instante, cuando pensaba ya desacelerar, me quedé sin resto, las piernas flaquearon y me pasó como un tejo.
El gran perdedor no fui yo, fue sin duda El Perro. Su sonrisa-mueca de media cara me lo confirmó, y yo, en realidad -y muchos de mis compañeros lo entendieron, me di cuenta por la ovación-, era quien había ganado de cualquier forma.
Etiquetas: La niñez
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