Mascaró


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martes, mayo 22, 2007

Santiago Dabove


Santiago Dabove, uno de los buenos escritores argentinos, nació, como Crab, en Morón. Lo cual por supuesto no quiere decir nada. Salvo Borges, nadie muere ni nace donde quiere.
Hoy quería continuar con los extractos de Cuentos Breves y Extraordinarios, de Borges y Casares, que inicié ayer, pero en la selección me tropiezo con un cuento atribuido a Dabove.
Dabove fue un gran escritor, que Crab llegó a conocer por razones de vecindad cuando era niño. Era amigo de Macedonio y de Borges, lo que habla muy bien de estos. Como no era cosa que le interesara demasiado, no alcanzó ser muy famoso. Su obra, sin duda, merecería un mejor lugar que el alcanzado.
Como adelanté ayer, y daré ejemplos en posts sucesivos, en Cuentos Breves y Extraordinarios, las atribuciones de títulos y autores son caprichosas y fantasiosas, Borges atribuye a autorías a autores inexistentes, o existentes pero que no las crearon en verdad, haciendo todo una melange, de la que resulta que no se termina de saber qué es verdad y qué no, y en caso de duda, uno termina atribuyendo la autoría a Borges. Esta confusión sirve para que autorías adjudicadas por Borges en otros libros, sean citadas en éste como pertenecientes a otro autor, y uno termine por pensar que éste es Borges, cuando no lo es. Espero -aunque no demasiado- haber sido claro.
Un ejemplo es el cuento atribuido a Dabove, que reproduzco, y cuya autoría, en virtud de lo explicado, queda por fin dudosa. Pero no, no hay duda acá: El tren es, en efecto, uno de los muy buenos cuentos de Dabove.
Las estaciones que el tren recorre son el trayecto que tantas veces transitó (fatigó, diría Borges) Crab, que va desde Morón hasta Once, la big apple.


EL TREN

El tren era el de todos los días a la tardecita, pero venía moroso, como sensible al paisaje.

Yo iba a comprar algo por encargo de mi madre. Era suave el momento, como si el rodar fuera cariño en los lúbricos rieles. Subí, y me puse a atrapar el recuerdo más antiguo, el primero de mi vida. El tren retardaba tanto que encontré en mi memoria un olor maternal: lecha calentada, alcohol encendido. Esto hasta la primera parada: Haedo. Después recordé mis juegos pueriles, y ya iba hacia la adolescencia cuando Ramos Mejía me ofreció una calle sombrosa y romántica, con su niña dispuesta al noviazgo. Allí mismo me casé, después de visitar y conocer a sus padres y el patio de su casa, casi andaluz. Ya salíamos de la iglesia del pueblo, cuando oí tocar la campana; el tren proseguía viaje. Me despedí, y como soy muy ágil, lo alcancé. Fui a dar a Ciudadela, donde mis esfuerzos querían horadar un pasado quizá imposible de resucitar en el recuerdo.

El jefe de estación, que era mi amigo, acudió para decirme que aguardara buenas nuevas, pues mi esposa enviaba un telegrama anunciándolas. Yo pugnaba por encontrar un terror infantil (pues los tuve), que fuera anterior al recuerdo de la leche calentada y del alcohol. En eso llegamos a Liniers. Allí, en esa parada tan abundante en tiempo presente, que ofrece el F.C.O., pude ser alcanzado por mi esposa, que traía los mellizos vestidos con ropas caseras. Bajamos y, en una de las resplandecientes tiendas que tiene Liniers, los proveímos de ropas standard pero elegantes, y tasmbién de buenas carteras de escolares y libros. En seguida alcanzamos el mismo tren en que íbamos y que se había demorado mucho, porque antes había otro tren descargando leche. Mi mujer se quedó en Liniers, pero yo en el tren, gustaba de ver a mis hijos tan floridos y robustos, hablando de fútbol y haciendo los chistes que la juventud cree inaugurar. Pero en Flores me aguardaba lo inconcebible: una demora por un choque con vagones y un accidente en un paso a nivel. El jefe de la estación de Liniers, que me conocía, se puso en comunicación teleggráfica con el de Flores. Me anunciaron malas noticias. Mi mujer había muerto, y el cortejo fúnebre trataría de alcanzar el tren que estaba detenido en esta última estación. Me bajé atribulado, sin poder enterar de nada a mis hijos, a quienes había mandado adelante para que bajaran en Caballito, donde estaba la escuela.

En compañía de unos parientes y allegados, enterramos a mi mujer en el cementerio de Flores, y una sencilla cruz de hierro nombra e indica el lugar de su detención invisible. Cuando volvimos a Flores, todavía encontramos el tren que nos acompañara en tan felices y aciagas andanzas. Me despedí en el Once de mis parientes políticos y, pensando en mis pobres chicos huérfanos y en mi esposa difunta, fui como un sonámbulo a la "Compañía de Seguros" donde trabajaba. No encontré el lugar.

Preguntando a los más ancianos de las inmediaciones, me enteré que habían demolido hacía tiempo la casa de la "Compañía de Seguros". En su lugar se erigía un edificio de veinticinco pisos. Me dijeron que era un Ministerio donde todo era inseguridad, desde los empleos hasta los decretos. Me metí en un ascensor, y ya en el piso veinticinco, busqué furioso una ventana y me arrojé a la calle. Fui a dar al follaje de un árbol coposo, de hojas y ramas como de higuera algodonada. Mi carne, que ya se iba a estrellar, se dispersó en recuerdos. La bandada de recuerdos, junto con mi cuerpo, llegó hasta mi madre. "A que no recordaste lo que te encargué", dijo mi madre, al tiempo que hacía un ademán de amenaza cómica. "Tienes cabeza de pájaro".

Santiago Dabove (1946)

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