Mascaró


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lunes, abril 23, 2007

El enano


Silvia estudia filosofía, y conoce a Cecilia, que estudia antropología, con quien tienen que dar un par de materias. Cecilia vive casa por medio, y nos hacemos asiduos. Con el tiempo aparece el marido, Hugo, pronto "el enano" a secas, por razones se explican solas.
Cecilia era la típica niña bien. Con los tics y los gustos de la gente de dinero. Su indumentaria, entonación especial de voz, su presentación, en general, lo sugerían.
El enano era abogado, pero era un atorrante como yo. En realidad, le interesaba más bien la música, la literatura, sobre todo la ciencia-ficción -de la que era todo un conocedor -, y el humor, en especial el humor.
Al tiempo éramos íntimos. Sobre todo nosotros. Las dos mujeres se habían quedado en un cordial compañerismo, en tanto que las risas nuestras se podían escuchar de la otra cuadra. Entonces estaba de moda un libro de Vincent Packard sobre las clases sociales y sus costumbres. Por ejemplo, cómo se sentaban cuando iban en auto: las clases ricas intercambiaban parejas, en la clase media cada pareja iba junta, y en la clase obrera, los hombres viajaban juntos y las mujeres también, atrás. Demás decir que, sin tener en cuenta a Packard, el enano y yo viajábamos juntos adelante.
El enano era casi perfecto, pero le gustaba el andinismo. Esa afición viene acompañada de montones de andinistas. Aparte de que como en cualquier cofradía eran capaces de pasarse la noche hablando de encordados, zapatos, ganchos, clavos, y miles de cosas que se utilizan en ese deporte, son absolutamente incapaces de elaborar otra clase de idea. Quienes conozcan de casualidad a un andinista sabrán de qué hablo.
Aunque sucede con muchos amigos, en el caso de Hugo había simplemente que rogar que no hubiera ningún andinista cuando uno iba a su casa.
Hugo, que no era un abogado exitoso ni exageradamente favorecido por la fortuna, se lamentaba a menudo: "no imaginás lo derrotado que me siento cuando subo y bajo con la cabeza gacha todos los días, con el portafolios bajo el brazo, esas largas escaleras de tribunales, sabiendo además que al día siguiente voy a repetir inexorablemente el mismo rito."
Integraba con el socio un estudio dedicado exclusivamente a la ejecución de deudores que no pagaban. Parte de su anecdotario, por lo tanto, eran chicos que se abrazaban a sus pies cuando les secuestraba el televisor impago, madres llorosas cuando les llevaba la máquina de coser que era su único sustento, y hasta un borracho que había ido con un revolver a su estudio a recuperar a tiros el piano de su hija.
Como desahogo, Hugo tenía un camping en Bariloche, que compartía con cuatro amigos. Allá iba los veranos -época cuando más se trabajaba-, contribuía con las tareas del establecimiento, y volvía en invierno a subir y bajar las escaleras de Tribunales.
Un día, transcurridos algunos años, próximas a recibirse Cecilia y Silvia, me confió que no podía más, que estaba resuelto a dejar la profesión, a comprarle como pudiera la parte a sus socios, dedicarse definitivamente al camping y vivir en Bariloche, el lugar de sus sueños, el resto de su vida.
Mi primer pregunta fue si Cecilia se adaptaría a un tipo de vida así, qué pasaría con su carrera. Me contestó que lo habían hablado, y que estaba verdaderamente encantada, que no veían la hora de que diera el par de materias que le faltaban, recibirse e irse ambos para allá.
En setiembre, el enano, rápido para los negocios, había eliminado a sus socios y se había convertido en el dueño del camping. Allá se fue con Cecilia a hacer los preparativos para la temporada.
Fuimos insistentemente invitados para el verano, y allá estuvimos, encantados, ya que no conocíamos Bariloche. El establecimiento era un tanto precario, pero situado en un lugar maravilloso, en medio de un gran bosque y enmarcando el paisaje, las montañas siempre cubiertas de nieve. Enfrente, un terreno de iguales características, comprado por el enano para construir la gran mansión de troncos en honor de Cecilia, que a pesar de tener una casa bastante cómoda en el camping, quería vivir apartada.
Pasamos quince días maravillosos, con una nota discordante. Un día Cecilia decide ir a bailar y quiere que vayamos todos al centro. Hugo, muy cansado con todo el trajín diario, dice: ¿por qué no van ustedes con R.? (uno del grupo de andinistas, abundantes parásitos del lugar, por supuesto). Una vez en la disco, Cecilia forma pareja con R. y Silvia conmigo. A los pocos temas, nos damos cuenta que la temperatura entre ellos dos había ido subiendo, que el natural arrimarse de una pareja cuando baila se había ido transformando en besos e incendiarios chupones que duraban toda la pieza, y a veces hasta un poco más. Nosotros, liberales como somos, la verdad no nos sentíamos cómodos. Ahí estaba la mujer de nuestro mejor amigo, a apasionados chupones con un miembro más de un grupo del cual ninguno de sus integrantes valía ni la décima parte del enano. Como si tal cosa, además. Como si nuestra relación y nuestra opinión no tuvieran importancia. A la falta de delicadeza, se agregaba el mal gusto.
Decidimos dejarlo así, y pensar que probablemente estuviéramos un poco atrasados, fuera del tiempo.
Regresamos a Buenos Aires, con la promesa de ambos de estar en nuestra casa terminada la temporada, ya que Cecilia había rendido todas sus materias y debía retirar su diploma. Hacia abril aparecen. Se alojan en casa, pero el enano anuncia que lo suyo sería por poco tiempo, porque debía seguir edificando la casa-homenaje que había comenzado a construir. Como en los institucionales de las empresas, había filmado con una Super8 las distintas etapas de la construcción, que mostraban los progresos. Era un bello homenaje.
Dijo que nos dejaba un par de meses a Cecilia, hasta tanto le dieran el diploma. Cecilia comenzó, sola, la vida de la que nos ofreció un atisbo la noche de Bariloche. Salía de casa a las diez de la noche, y volvía a la mañana, alrededor de las ocho, cuando nosotros comenzábamos nuestras tareas cotidianas. Dormía hasta las cuatro o cinco de la tarde, salía un rato a pasear, volvía, cenaba con nosotros, y otra vez todo a empezar.
Una tarde, le contó a Silvia que era diabética insulino-dependiente, que su destino era quedar ciega alrededor de los cuarenta, y continuando su deterioro, morir no más allá de los cincuenta. Que eso hacía que tuviera una concepción especial de la vida. Que era vivir el momento (carpe diem, aunque ella no había leído a Horacio).
Por fin le dan su diploma, y se vuelve a Bariloche. La noche antes, nos dice que nos espera en julio. Silvia alega que quién sabe si tendremos la plata, y le contesta que no hay problemas con eso, que era sólo el viaje, que allá éramos sus invitados.
Al mediodía siguiente, Silvia se ofrece a acompañarla. Le dice que no, que tenía solo dos bolsos, que se tomaba un taxi y ya estaba en Constitución. Nos saluda a ambos, y nos reitera que nos espera en el invierno.
A las tres semanas, aparece el enano desencajado. ¿Dónde está Cecilia, que no apareció allá? Le contamos que se había ido para allá hacía tres semanas. Nos dice que nunca llegó: que le había enviado una carta, que él no creyó, donde anunciaba que se iba a socorrer a los damnificados de un terremoto en Perú, con un cura que había dejado los hábitos y con quien había decidido formar pareja.
El enano era la imagen de la desesperación. No tenía consuelo. Y piénsenlo: realmente no había nada que pudiéramos decir o hacer. Lo primero, obviamente, fue rogarle que se quedara con nosotros todo el tiempo necesario. Lo siguiente, escuchar sus largos y conmovedores relatos sobre cuánto la quería y cómo ella le había pagado así, sobre lo que, obviamente, tampoco nada podíamos hacer. Esos relatos duraban desde las comidas nocturnas, hasta las tres o cuatro de la mañana, regados con cognac, al cual Hugo era muy afecto y que facilitaba sus efusividades. Yo, con mi vida de un burgués normal, con trabajo diario de horario fijo, me despedía a las doce con lágrimas en los ojos y dejaba el papel de anfitriona a Silvia, que lo cumplía gustosa, ya que al día siguiente no tenía horarios fijos.
Pasó otro mes. Sólo le di un consejo: que dejara transcurrir el tiempo sin tomar ninguna determinación drástica. El consejo apremiaba: el enano quería vender el camping. Con el dinero dar un viaje en globo alrededor del mundo, o recorrer el Amazonas desde Iquito en canoa, o recorrer la Gran Muralla en bicicleta, o bajar en paracaídas cuatro mil metros en caída libre. De última, intentaba convencerme de que por lo menos debía volver a Bariloche a terminar de construir la casa (¿para quién, ahora?), a lo cual respondí que todo eso podía esperar. Al llegar la primavera, como suele suceder, las cosas empezaron a verse de colores más vívidos. Todo comenzaba a renacer, las esperanzas, las ganas de volver a vivir. (Una de las enseñanzas: si no te pegás el tiro al día siguiente, no te lo pegás más).
El enano comienza a salir. A ir a cines, a cafés. Conoce a una chica... ¡y se va con ella quince días a Chile! Todo parece tornar a la normalidad. Las tenidas con Silvia ya no son hasta las tres o cuatro de la mañana. Son hasta las doce, y permiten que las comparta.
Llega octubre. El enano comienza a decir que ahora sí necesita regresar. No tanto por la casa, a la que no renuncia, sino por una serie de mejoras proyectadas que necesitaban de su presencia. Pensé que ya estaba en condiciones de largarlo solo, y lo dejé ir, no sin recomendarle que me tuviera permanente al tanto.
Las cartas llegan asiduas. Nos cuenta los progresos que va haciendo en las construcciones encaradas, y todas incluyen alguna referencia a entrenamientos en escaladas, en las que anda cada vez mejor. Son contestadas con igual asiduidad, apoyando ingenuamente esa actividad deportiva, imaginando el deporte como gran fuente de evasión (¿quién puede pensar en el eterno fluir de Heráclito cuando se ve urgido por rechazar de un raquetazo un violento smash?).
Las cartas sucesivas insisten en el tema: se organizaba una expedición para escalar el Fitz Roy, y era uno de los posibles integrantes. Por supuesto para llegar como máximo al campamento de base, lo cual era para él, por su carácter de casi novato, toda una hazaña. Para quienes no conocen mucho de andinismo: pretender escalar el Fitz Roy, un pico erizado de dificultades, era como si a mí me gustara correr con autos, y en vez de comenzar con un karting, me comprase un Fórmula 1 y me fuese a correr a Montecarlo.
En el verano, una hermana de Silvia va de visita al camping y al regreso nos cuenta que lo vio al enano muy animado, completamente recobrado, y solamente objeta una cosa negativa: la manga de pelotudos que lo rodea.
Hacia abril, ya planeada la expedición, recibimos una carta muy melodramática. Toda una despedida heroica, que se nos antoja un tanto exagerada, donde habla de la posibilidad de morir en pos de un intento desmesurado para sus fuerzas, pero que el solo intento valdría la pena de morir, y que si muere, su muerte será recordada como un hito para quienes posteriormente se animen a realizar una hazaña similar.
Era demasiado grandilocuente, y parecía guiada por el afán de impresionar a quienes, lejos de esos avatares, podrían realmente creer que se trataba de una empresa magna. En algún momento nos decía que iba en busca de la muerte o la gloria, y que no le importaba morir en el intento. Nos causó un poco de gracia y no le dimos demasiada importancia al aspecto épico del asunto.
Dos meses después, nos llama por teléfono el padre de Hugo, comunicándonos escuetamente su muerte. Fuimos a su casa, pero no pudo agregar demasiado a lo dicho. Habían llegado al campamento base, destino último al que pretendía llegar Hugo, ahí se habían elegido tres para atacar la cima. Por defección de uno de los primero designados, se decidió que fuera Hugo, que en el intento había resbalado y caído, golpeándose mortalmente contra una roca en la caída. Ahí había quedado, ya que otro de los integrantes estaba también lesionado, y hubiera sido suicida intentar bajarlo.
Gutiérrez era el socio de Hugo en su estudio jurídico. No participaba de sus afinidades deportivas, a las que más bien despreciaba, y aunque como abogado típico no era mayormente apreciado por Hugo, Gutiérrez lo estimaba de veras. Como a mí también me apreciaba, ¿a quién más pedir detalles veraces de lo sucedido? Me explicó: la ascensión había sido un desastre. En este tipo de emprendimientos, se acostumbra que haya a cargo alguien con experiencia, quien se ocupará de que todos los elementos necesarios estén disponibles, que tomará las decisiones sobre si se debe regresar o seguir adelante en caso de una emergencia, en una palabra: debe haber un jefe, alguien que no solo decida serlo, sino que reúna las condiciones y experiencia necesarios. En este caso, los tres que emprenden el asalto final eran novicios, los elementos con que estaban equipados no eran los mínimamente suficientes como para una empresa de la envergadura a enfrentar y, por último, ante la inferioridad física de uno, debió regresarse, lo que no se hizo. Hugo había resbalado por falta del calzado adecuado. Aunque estaba atado, cayó con tan mala fortuna, que había golpeado con la cabeza contra una saliente de la roca. Al preguntarle si había alguna posibilidad de que, aun herido, hubiese quedado con vida, me contestó que la expresión de su rostro no dejaba lugar a dudas de que estaba bien muerto.
Recién aquí comprendí algo que nunca alcanzaba a explicarme ante accidentes similares (barcos hundidos, aviones estrellados) donde los deudos reclaman a toda costa que se encuentren los restos de sus seres queridos. No sé por qué cosa ancestral uno quiere ver el cuerpo, no importa que sepa que está muerto. Le pregunté qué podíamos hacer al respecto, que estaba dispuesto a cualquier cosa que fuese posible, incluso llegar al lugar e intentar rescatarlo. Me contó que la expedición se había realizado (gran error) cuando ya comenzaban las grandes nevadas, que a esta altura (habían pasado un par de meses del accidente), el cuerpo de Hugo estaría enterrado bajo unos dos metros de nieve. Y que esa nieve pasaba a formar parte de las nieves eternas. Que sólo en uno de esos raros tiempos de grandes calores, cuando se derriten los glaciares y forman grandes torrentes que descienden por los valles, alguna expedición al Fitz Roy podría ver el cuerpo de Hugo atrapado por una roca, o si el deshielo era muy grande, bajando arrastrado por las aguas del torrente.
Desde entonces, el Fitz Roy, hasta entonces para mí uno de los 30 o 40 montes, sierras, picos y montañas cuyo nombre y altura teníamos que aprendernos cada año en geografía, pasó a ser un hito. Un amigo había muerto en él. O se había suicidado, mejor. Nunca superó lo de Cecilia, y prefirió toda esa mise en scene antes de aparecer cometiendo un suicidio vulgar. Desde entonces leí cuanta crónica sobre ascensiones al Fitz Roy se realizaron. Cuántas habían sido exitosas, y cuántas vidas habían costado. La de Hugo nunca figuró. Ni siquiera llegaron a conocerla o a tenerla en cuenta los especialistas.
Al poco tiempo Cecilia, de quien Hugo, a pesar de los consejos de todos sus amigos, yo incluido, nunca había querido divorciarse, apareció como si tal cosa, tomó posesión del camping, y todavía vive ahí con el ex-cura y sus hijos, que siempre se negó a tener con Hugo.

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3 Comentarios:

A la/s 4:50 p. m., Anonymous Anónimo dijo...

Posta que el Fitz Roy es un Cerro muy dificil de escalar.
Me gusta trepar en las rocas desde bastante niño.Y subi bastantes montañas y bla bla bla.
A lso 20 decidi por el surf en vez de las montañas.Ya que si te dedicas a medias a uno de estos dos cagaste.
En el..ni se que año.Yo tenia 15 y me fui con un equipo de escaladores superprofesionales(todos habian hecho alguna cumbre en el Himalaya,for example)que iban al Fitz Roy.
Para que te des una idea:estos pibes fueron a entrenar 1 mes antes.Yo los acompañe en el entranamiento.Fuimos a escalar en el Catedral unas rocotas buenas.Yo era como el caddy pero trepaba una bocha.
El Fitz Roy tiene de muy mortal que cambia el clima muy rapido y fuiste.
Pero sin duda no es un cerro para u vaya cualquiera.Y el permiso de escalar no se lo dan a cualquiera.Pero bue.Bye Enano!
Cariños
A

 
A la/s 1:32 a. m., Blogger cronista sentimental dijo...

la verdad que tus amigos son increíbles, crab.

 
A la/s 8:48 a. m., Blogger Mascaró dijo...

Cronista: Y faltan muchos... Gracias por tu fidelidad, que como sabés, es mutua. Tu visita justifica por sí este blog.
Anónimo: Agradezco el comentario, que sabés me es importante.

 

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