Haroldo y el Alejandra
(Sin restricciones. Apto para todo público)
Haroldo era un seco. La mujer, que era peluquera, y él, con su escaso sueldo de profesor, ganaban para vivir y para sus módicas recreaciones. No daba para ahorrar.
Pero un viejo sueño de Haroldo era tener un barco. El futuro cuñado de Haroldo era marino. No recuerdo el grado, pero no era elevado. No gozaba de nuestras simpatías, porque noviaba con la hermana estando casado, y prometiéndole constantemente que se iba a separar (lo que finalmente hizo, contradiciendo nuestros pronósticos, con posterioridad a la muerte de Haroldo), y porque le decía a Haroldo Harold, lo que nos parecía a ambos terriblemente snob y extranjerizante.
Pero el caso es que le consiguió por pocos pesos, en una licitación arreglada, un inmenso bote salvavidas de madera, claro, de los que se usan en los barcos de guerra, como para transportar a 30 marineros en caso de naufragio. Claro, era sólo un bote. Había que hacer toda la obra muerta.
Pero Haroldo se conocía todos los almacenes marinos del Tigre y la Boca. Los recorría constantemente, a veces en busca de mascarones de proa, timones, brújulas y cosas así que compraba (coleccionaba antigüedades con exquisito buen gusto), y otras veces simplemente por curiosear en ese mundo que le encantaba y que comenzaba a desaparecer.
Ahora comenzaba una búsqueda especial, la de proveer todas las cosas que harían falta para equipar su barco. Y poco a poco las fue juntando. Con un resultado por veces heterogéneo, pero con una buena armonía.
La obra muerta, como no había guita, según costumbre, se la encargó a Tito (no alarmarse: no Tito Bruzzone, el del perro, otro Tito), que tenía un astillero frente al Tigre Hotel, pero en la otra orilla del Luján. En esa época, todos los astilleros estaban del lado de enfrente. Había que gritar si uno lo veía a Tito, o tocar una campana que había en el muelle, del lado civilizado, y entonces nos venía a buscar con su bote.
La obra iba lenta. Había que construirle al bote una cubierta, y la cabina, dentro de la cual las cuchetas, el bañito, y una pequeña mesita con una cocina adjunta, para preparar algo de comer (lo que, salvo unos sandwiches, nunca vi que se hiciera).
Además, como no en vano el bote era un rezago de la marina, la madera estaba reseca, y hacía falta un buen calafateado para que no filtrara agua. Haroldo, gran obsesivo, repasaba cada milímetro, en busca de la perfección. Tito, gran negligente, contestaba cada pregunta de Haroldo con un: "no, eso no es nada, un poco de masillita y ya está". Al tiempo ya no le decíamos Tito, sino "masillita".
Con el tiempo (más de dos años) el Alejandra (nombre de la hija de Haroldo) quedó listo. Faltaba, claro, el motor.
Nueva búsqueda, pero esta vez en los talleres marinos. Era todo un tema, ya que había que usar un motor viejo de auto, y "marinizarlo" o sea, adaptar un sistema de enfriamiento y de transmisión, además de proveerlo de una hélice del diámetro adecuado, que moviera el barco y que el motor pudiera soportar.
Esto daba lugar a miles de opiniones y discusiones. Era un tema en el que todo el mundo tenía su propia experiencia, y la volcaba. Finalmente, claro, había que llegar a una solución de compromiso. Teniendo en cuenta, además, los bajos recursos disponibles.
Esta etapa llevó otro año.
Finalmente, se bautizó el Alejandra con la clásica botella (pero de sidra) y echó al río. La isla de Haroldo quedaba a unas veinte cuadras del astillero de Tito, pero no alcanzó a llegar. El motor dijo basta antes.
Esto, que fue todo un presagio, pasó a ser una constante.
Llegaba yo a la mañana temprano con mi bote, y ya estaba Haroldo con sus llaves, destornilladores, pinzas, cables, intentanto hacer que el motor del Alejandra marchara. Entonces yo no tenía la menor idea de los misterios que encerraba un motor. Pero Haroldo sabía, lo que provocaba la admiración y desdén de casi toda la facultad. Él se animaba a desarmar un carburador (casi siempre el problema era el carburador), volverlo a armar, y por fin, hacer que el motor arramcara. Claro que era una victoria efímera, como una concesión amistosa a nuestros afanes que nos hacía. Al poco tiempo, empeñado en su naturaleza, volvía a detenerse. A veces ni alcanzaba a llevarnos hasta la otra orilla.
Por supuesto, todos los isleros permanentes vecinos de Haroldo eran grandes entendidos en la materia, y venían a dar sus consejos, siempre antagónicos, con los que no hacían más que embrollarlo todo.
En fin, que durante toda mi larga amistad con Haroldo, alcancé, como gran aventura, sólo la hazaña de dormir con mi flamante esposa parte de la noche en el Alejandra. Parte, porque hubo un largo preludio romántico, con el barco meciéndose en el suave oleaje, el lejano susurro de los motores de otros barcos que sí funcionaban, y otra parte, en que nos comieron vivos los mosquitos, que nos hicieron jurar que en el Alejandra nunca más, por romántico que pareciese.
Haroldo era un seco. La mujer, que era peluquera, y él, con su escaso sueldo de profesor, ganaban para vivir y para sus módicas recreaciones. No daba para ahorrar.
Pero un viejo sueño de Haroldo era tener un barco. El futuro cuñado de Haroldo era marino. No recuerdo el grado, pero no era elevado. No gozaba de nuestras simpatías, porque noviaba con la hermana estando casado, y prometiéndole constantemente que se iba a separar (lo que finalmente hizo, contradiciendo nuestros pronósticos, con posterioridad a la muerte de Haroldo), y porque le decía a Haroldo Harold, lo que nos parecía a ambos terriblemente snob y extranjerizante.
Pero el caso es que le consiguió por pocos pesos, en una licitación arreglada, un inmenso bote salvavidas de madera, claro, de los que se usan en los barcos de guerra, como para transportar a 30 marineros en caso de naufragio. Claro, era sólo un bote. Había que hacer toda la obra muerta.
Pero Haroldo se conocía todos los almacenes marinos del Tigre y la Boca. Los recorría constantemente, a veces en busca de mascarones de proa, timones, brújulas y cosas así que compraba (coleccionaba antigüedades con exquisito buen gusto), y otras veces simplemente por curiosear en ese mundo que le encantaba y que comenzaba a desaparecer.
Ahora comenzaba una búsqueda especial, la de proveer todas las cosas que harían falta para equipar su barco. Y poco a poco las fue juntando. Con un resultado por veces heterogéneo, pero con una buena armonía.
La obra muerta, como no había guita, según costumbre, se la encargó a Tito (no alarmarse: no Tito Bruzzone, el del perro, otro Tito), que tenía un astillero frente al Tigre Hotel, pero en la otra orilla del Luján. En esa época, todos los astilleros estaban del lado de enfrente. Había que gritar si uno lo veía a Tito, o tocar una campana que había en el muelle, del lado civilizado, y entonces nos venía a buscar con su bote.
La obra iba lenta. Había que construirle al bote una cubierta, y la cabina, dentro de la cual las cuchetas, el bañito, y una pequeña mesita con una cocina adjunta, para preparar algo de comer (lo que, salvo unos sandwiches, nunca vi que se hiciera).
Además, como no en vano el bote era un rezago de la marina, la madera estaba reseca, y hacía falta un buen calafateado para que no filtrara agua. Haroldo, gran obsesivo, repasaba cada milímetro, en busca de la perfección. Tito, gran negligente, contestaba cada pregunta de Haroldo con un: "no, eso no es nada, un poco de masillita y ya está". Al tiempo ya no le decíamos Tito, sino "masillita".
Con el tiempo (más de dos años) el Alejandra (nombre de la hija de Haroldo) quedó listo. Faltaba, claro, el motor.
Nueva búsqueda, pero esta vez en los talleres marinos. Era todo un tema, ya que había que usar un motor viejo de auto, y "marinizarlo" o sea, adaptar un sistema de enfriamiento y de transmisión, además de proveerlo de una hélice del diámetro adecuado, que moviera el barco y que el motor pudiera soportar.
Esto daba lugar a miles de opiniones y discusiones. Era un tema en el que todo el mundo tenía su propia experiencia, y la volcaba. Finalmente, claro, había que llegar a una solución de compromiso. Teniendo en cuenta, además, los bajos recursos disponibles.
Esta etapa llevó otro año.
Finalmente, se bautizó el Alejandra con la clásica botella (pero de sidra) y echó al río. La isla de Haroldo quedaba a unas veinte cuadras del astillero de Tito, pero no alcanzó a llegar. El motor dijo basta antes.
Esto, que fue todo un presagio, pasó a ser una constante.
Llegaba yo a la mañana temprano con mi bote, y ya estaba Haroldo con sus llaves, destornilladores, pinzas, cables, intentanto hacer que el motor del Alejandra marchara. Entonces yo no tenía la menor idea de los misterios que encerraba un motor. Pero Haroldo sabía, lo que provocaba la admiración y desdén de casi toda la facultad. Él se animaba a desarmar un carburador (casi siempre el problema era el carburador), volverlo a armar, y por fin, hacer que el motor arramcara. Claro que era una victoria efímera, como una concesión amistosa a nuestros afanes que nos hacía. Al poco tiempo, empeñado en su naturaleza, volvía a detenerse. A veces ni alcanzaba a llevarnos hasta la otra orilla.
Por supuesto, todos los isleros permanentes vecinos de Haroldo eran grandes entendidos en la materia, y venían a dar sus consejos, siempre antagónicos, con los que no hacían más que embrollarlo todo.
En fin, que durante toda mi larga amistad con Haroldo, alcancé, como gran aventura, sólo la hazaña de dormir con mi flamante esposa parte de la noche en el Alejandra. Parte, porque hubo un largo preludio romántico, con el barco meciéndose en el suave oleaje, el lejano susurro de los motores de otros barcos que sí funcionaban, y otra parte, en que nos comieron vivos los mosquitos, que nos hicieron jurar que en el Alejandra nunca más, por romántico que pareciese.
este me gustó, sin perros, palos, avances de Harold frente delante de la esposa, ni niños extra-matrimoniales.
ResponderBorrarcarolain
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