Por Marcelo Haroldo Conti
Mi padre siempre se sintió muy cercano al Delta y las islas. No sólo había visto sus canales desde botes o barcos, sino que los había sobrevolado mucho antes, cuando estudiaba para ser piloto civil. Luego vino la casa. A principios de los setenta, estar ahí era soportar una vida rural con todas las letras, sin luz ni servicios básicos, sin calefacción ni servicios sanitarios. No obstante, la pasábamos bien en invierno y en verano.
Había incomodidad, sí. Pero esa incomodidad era simultánea al encanto. Desde muy temprano en la mañana había que armar todos los víveres y después remar juntos hasta la entrada. Una vez que descendíamos al muelle, los chicos nos íbamos a jugar y Haroldo se ponía a hacer distintos trabajos, se iba a visitar amigos o escribía: se sabe que ahí redactó, por ejemplo, Perfumada noche. Claro que, debido a que yo era niño, mis memorias son sencillas. Son las imágenes que retiene cualquier hijo. Un paseo en bote, una parada en el muelle para comprar unos sandwiches, una música. Gestos minúsculos que me quedaron grabados.
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