Prometí para hoy divagaciones sobre la poesía pura, basadas en un libro de Henry Brémond, traducido por Cortázar.
Claro, el libro trata sobre todo de la poesía francesa, y está plagado de ejemplos en ese idioma. Y estamos hablando de música, de cadencias, de ritmos, de tiempos. Por lo tanto, con criterio correcto, Cortázar deja los poemas en el idioma original, y los traduce en pie de página.
Y el caso es que no nos ponemos de acuerdo con Cortázar respecto de algunas traducciones. No son, claro, divergencias graves. apenas cuestión de matices. Por lo tanto, les pido algunos días para estudiar la cuestión.
Buscando en mis archivos, encontré algo de Blastein. Uno de nuestros buenos escritores, pero a mi juicio desparejo. Tiene cuentos excelentes que leo maravillado, y otros que me sorprenden por su chatura y mediocridad, llenos de lugares comunes.
Alumnos y apotegmas
Claro, el libro trata sobre todo de la poesía francesa, y está plagado de ejemplos en ese idioma. Y estamos hablando de música, de cadencias, de ritmos, de tiempos. Por lo tanto, con criterio correcto, Cortázar deja los poemas en el idioma original, y los traduce en pie de página.
Y el caso es que no nos ponemos de acuerdo con Cortázar respecto de algunas traducciones. No son, claro, divergencias graves. apenas cuestión de matices. Por lo tanto, les pido algunos días para estudiar la cuestión.
Buscando en mis archivos, encontré algo de Blastein. Uno de nuestros buenos escritores, pero a mi juicio desparejo. Tiene cuentos excelentes que leo maravillado, y otros que me sorprenden por su chatura y mediocridad, llenos de lugares comunes.
Pero como rescato las cosas buenas, quiero compartir con los lectores que aún me puedan quedar este artículo que publicó en La Nación hace cinco o seis años, lleno de ingenio y humor.
Los espartanos puntuales
Por Isidoro Blaisten
En 1978, Bioy Casares, en el prólogo a su Breve diccionario del argentino exquisito, dice: "Encontré la mayor parte de las palabras que reúne mi diccionario en declaraciones de políticos y gobernantes. Alguien me dijo que sin duda las inventaron en un acto de premeditación, a manera de baratijas para someter a los indios, porque el embaucador desprecia al embaucado". Yo no quiero disentir, pero sigo pensando que detrás de cada una de estas manifestaciones de afectación, ligeramente sorpresivas y ridículas, ha de haber un señor vanidoso, que se desvive por que lo admiren". En 1904, el doctor José María Ramos Mejía publica Los simuladores del talento. En un artículo acerca de este libro el doctor Juan Agustín García escribe: "Al repetir su rosario de tonteras el orador político o parlamentario no simula, se muestra tal cual es. Para sus contemporáneos tiene talento: el énfasis, el concepto infeliz, la retórica trivial es buen gusto, es delicadeza y finura. Así, los trombones sugieren la idea de lo sublime". El doctor Juan Agustín García había sido una víctima de los trombones. Cuenta Narciso Binayán que Alejandro Korn le preguntó una vez a Juan Agustín García cuál era la causa de que no alcanzase el predicamento personal y las posiciones que le correspondían por sus méritos. García le contestó: "Me falta estridencia..."
Aturdidos por la estridencia de los trombones, embaucados por los vendedores de baratijas, abombados hasta el vértigo por la verborragia alucinante, enfermos de palabras, un recuerdo nos salva: el recuerdo de aquellos espartanos.
Alumnos y apotegmas
Hace más de cuarenta años nuestro profesor de historia en la escuela secundaria, el doctor Fúster, nos hablaba de los espartanos. "Las madres espartanas -alumnos-, cuando el hijo partía para la guerra, le entregaban el escudo y le decían: «Con él o sobre él». ¿Y saben por qué, alumnos? Porque al espartano que moría en la guerra lo ponían encima del escudo y se lo llevaban a la madre."
Con él o sobre él. Esas cinco palabras eran puntuales. Eran pronunciadas a la hora de las palabras. Y aunque a nosotros, aquellos alumnos, nos haya quedado una imprecisa noción del lugar donde estaba situada Lacedemonia y una vaga idea de la ubicación del monte Taigeto, aunque no recordemos si el río Eurotas desembocaba en el golfo lacónico o en el golfo de Egina y no podamos establecer la diferencia entre Jerjes y Artajerjes, nosotros, aquellos alumnos, vamos a recordar siempre las palabras de aquellos espartanos.
Recordaremos siempre al espartano aquel que fue junto con el ateniense a pedir al sátrapa Tisafernes que eligiese entre la amistad de Esparta o la amistad de Atenas. El espartano se explicó en dos palabras; el ateniense pronunció un largo discurso. Tan largo fue su discurso, tan solemne y aburrido, que el espartano se cansó. Con la punta de la espada dibujó en la arena dos líneas que iban a parar al mismo punto. Una línea recta y otra tortuosa. Y le dijo al sátrapa: "Elige". Para nosotros; aquel espartano era el espartano de una sola palabra.
El doctor Füster nos había explicado que lo que los espartanos decían eran apotegmas. Los apotegmas nos gustaban tanto que los comentábamos en el recreo y hasta los teníamos clasificados: el de la madre espartana y la extranjera; el de ven a tomarlas, el de el embajador y los víveres, y el que más nos gustaba, el de si...
Cuando la extranjera le dijo a la madre espartana: "Ustedes son las únicas mujeres que dominan a los hombres", la madre espartana le contestó: "También somos las únicas que damos hombres al mundo".
El de "Ven a tomarlas" era sublime. Jerjes le exige a Leónidas que rinda las armas. Leónidas le contesta: "Ven a tomarlas".
El embajador que fue a pedir víveres a los espartanos habló tanto que, cuando terminó, los espartanos le dijeron: "Hemos olvidado el principio, no hemos comprendido el medio y el final no nos gusta".
El de "Si..." era así: Filipo de Macedonia les escribe a los espartanos: "Si entro en Laconia destruiré vuestra ciudad". Los espartanos contestaron: "Si..."
El doctor Fúster nos había explicado que esa única palabra, esa conjunción, ese si condicional acompañado por esos tres puntos suspensivos era el "laconismo". Y nos hablaba de Licurgo, que había hecho las leyes de Esparta.
¡Hacete duro, muchacho!
De Licurgo nos había quedado la evanescente imagen de alguien seguro y despacioso, que hablaba poco, como don Segundo Sombra, y que palmearía afectuosamente en el hombro a cada uno de los nueve mil espartanos y le diría, como don Segundo Sombra: "¡Hacete duro, muchacho!" Porque los muchachos espartanos se pasaban la vida haciendo gimnasia, durmiendo sobre cañas (que ellos mismos debían cortar en las orillas del río Eurotas), aguantando el dolor, comiendo la abominable sopa negra, y la única distracción que tenían era salir a matar ilotas. Intuíamos, además, que a Licurgo no le debía de gustar mucho la democracia, porque cuando alguien le aconsejó que estableciese la democracia en Esparta, Licurgo le contestó con un apotegma: "Comienza antes por establecerla tú en tu casa". Era una lástima que a Licurgo no le gustase la democracia, porque a nosotros nos gustaba la claridad de esas palabras. Porque después pasaron los años, y nosotros pasamos la juventud oyendo incomprensibles palabras como agio y especulación (nunca supimos qué era el agio). O machaconas palabras, porque todos los actos se desarrollaban en un marco de profundo respeto. O palabras ambiguas, porque mientras desde la puerta de casa veíamos pasar los tanques por la calle, desde la radio de la cocina se oía reinar la más absoluta calma. La juventud se fue y vino la usina de rumores y después, la desestabilización, tan impronunciable como la institucionalización, hasta que por fin todo fue taxativo y pragmático porque se mantenía sobre un trípode.
Fue entonces cuando rescatamos de la memoria aquella moneda de hierro de la que nos hablaba el doctor Fúster y de la que habla Plutarco en Las vidas paralelas. Cuenta Plutarco que Licurgo introduce en Esparta la moneda de hierro "para que en mucho peso tuviera poco valor", porque quería que los espartanos no tuviesen contacto con el oro por ser éste contrario a la virtud. De esta forma Plutarco relaciona la moneda de hierro con el lenguaje: "Era también una de las lecciones de los jóvenes enseñarles a usar un lenguaje que tuviera cierta acrimonia mezclada con gracia, y que se hiciera muy notable por su concisión: porque con la moneda de hierro hizo Licurgo que en mucho peso tuviera poco valor, pero en cuanto al lenguaje, por el contrario, quiso que en una dicción concisa y breve se encerrase mucho sentido".
Hoy estamos muy lejos de esa cierta acrimonia mezclada con gracia y muy cerca de la acritud, la denostación y la ligereza. Respecto de la ligereza es grato recordar la interrupción de Leónidas a alguien que hablaba con frivolidad de cuestiones importantes: "Huésped -le dijo-, hablas de lo que conviene como no conviene". Y también la respuesta de Arquidamidas a quienes censuraban a Ecateo: el sofista Ecateo había sido invitado al banquete para hablar, pero no había abierto la boca más que para comer; Arquidamidas les dijo a los denostadores: "El que sabe hablar sabe también el cuándo". Zafio, genuflexo y obsecuente, un cargoso acorralaba a Demarato: "¿Quién es el mejor de los espartanos? ¿Quién es el mejor de los espartanos? Di." Demarato lo miró fijo y dijo: "El que menos se parezca a ti."
Y hoy que todo es puntual y todos son puntuales y esto gusta muy mucho, no puedo dejar de recordar las palabras puntuales de un poeta y la puntual obediencia a las leyes de un general. Si mal no recuerdo, en una roca, en una montaña, hace 2500 años, el poeta Alceo hizo inscribir estas palabras en memoria de Leónidas y sus 300 espartanos que murieron en el desfiladero de las Termópilas: "Caminante, tú que vas a Esparta, cuenta que aquí 300 espartanos murieron para que 10.000 persas no pasaran y se cumpliesen las leyes".
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