Dedicado a Caroline que, como yo, ama a los gatos.
Adoro los siameses. A los gatos, de los otros no conozco a ninguno, aparte de que ahora se llaman tailandeses (¿cómo es eso de que uno pueda decir: "antes era siamés, pero ahora soy tailandés"?).
Me regalo con su majestad, su elegancia, con la precisión como suben a un lugar elevado, y con la sutileza con que se deslizan entre porcelanas y cristales, sin derribarlos. Admiro la postura en que duermen, siempre como posando para una foto o componiendo un cuadro, con su cola enlazada en torno de su cuerpo, y cómo la figura continúa manteniendo su composición aún cuando cambien dormidos de posición.
Amo el hieratismo con que nos conceden una caricia, como quien se digna a otorgar un halago inmerecido. La pulcritud con que son capaces de separar perfectamente los pedacitos de grasa que puedan tener bordes de un trozo de carne, para comer sólo proteínas, cuidando así su colesterol. La manera como ignoran nuestros llamados, excepto, claro, que sean desde la cocina.
El que teníamos en esa época se llamaba Puky.
Mi mujer le había regalado a mi suegra dos cotorritas australianas, que son de colores jaspeados y se dan besitos en el pico (¿de ahí habrá salido lo de piquito?).
Mi suegra las adoraba. Una vez tenían que viajar por unos meses, y nos las deja para que las cuidemos. Dormían sobre la heladera, en la cocina, y por la mañana mi señora las sacaba a un balcón terraza interior al aire libre.
Todas las mañanas, cuando pasaba con la jaula, Puky la contemplaba, y a las cotorritas dentro, y susurraba un lastimero, desgarrador y prolongado ¡¡¡miiiiiauuuuu!!!. Pero en voz baja, con nostalgia y como una amable reconvención.
La misma escena se repetía por las noches, cuando, siempre seguidas y vigiladas por la mirada de Puky, las cotorras regresaban a su lugar en la heladera. Siempre, claro, la puerta que comunicaba la cocina con el living, permanecía cerrada.
Mi suegra llamaba cada tres o cuatro días para preguntar por sus adoradas cotorras, y de paso, por nosotros. Siempre se le informaba que gozaban de buena salud.
Por fin, luego de más de un mes, regresan los suegros.
Los vamos a buscar a Ezeiza, casi de madrugada, previo asegurarnos de que Puky estaba fuera de la cocina, y cerrando la puerta que comunicaba con el living.
Lo primero que hizo la suegra al encontrarnos, fue preguntar por las cotorras. Todo bien, dijimos. Quedó tranquila. Luego se interesó por nosotros.
Los llevamos a su casa, y mi suegra quiso saber cuándo podía pasar a buscarlas.
-Mamá, ahora andá a descansar del viaje, ya tendrás tiempo de que te las lleve.
Vamos a casa, y lo primero que vemos al abrir la puerta, es el living todo cubierto de plumas. La vista ofrecía un ineluctable aire de tragedia.
La puerta que comunicaba con la cocina, abierta.
Al entrar, más plumas, y la jaula en el suelo. Sólo eso.
Puky, ajeno a todo, como diciendo: "yo no fui", dormía a pata suelta en un sillón del living. Yo diría que con una inocente sonrisa satisfecha...
-Bueno, ¿y ahora qué hacemos?
Largas deliberaciones. Por fin, como era domingo y había tiempo, decidimos ir a la feria de los pájaros en Pompeya y comprar dos reemplazos. Yo ni me acordaba los colores. Por suerte mi señora sí.
Y sí, conseguimos algo bastante parecido, que al día siguiente entregamos a mi suegra.
Pero al otro día nos llama por teléfono
-¿Sabés que las cotorritas ya no vienen a darme besitos cuando les doy de comer, como antes? Parece que no fueran las mismas. O a lo mejor es que me extrañaron mucho y se olvidaron de mí.
-Debe ser eso, mamá, no te preocupes.
Años después vi por Discovery o Animal Planet un documental sobre animales domésticos que mostraba cómo un gato saltaba hasta el picaporte, apoyaba las dos patas al caer, y abría la puerta. Claro, sólo por curiosidad, porque no hay nada que ponga más nervioso a un gato que una puerta cerrada.
Era un siamés, por supuesto.
pobres cotorritas. y puky, un bandido.
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