Nadie sabía cómo empezaba, o qué lo traía, pero había "un tiempo de". Las leyes que lo regían eran distintas a las del otro tiempo, el de los grandes. Y no tenían en general que ver con fríos o calores, vientos o lluvias: surgían "porque sí".
Misteriosamente aparecían, al principio uno o dos, que eran los que imponían la moda. Entonces, uno sabía que había llegado "el tiempo de" (barriletes, bolitas, zancos, balero, figuritas, rango y mida, rayuelas, yo-yo, lo que fuera). Podría tener alguna relación con que estuviéramos en clases o de vacaciones (no se podía llevar un barrilete al colegio, en cambio sí se podía ir con los bolsillos atiborrados de figuritas o de bolitas).
Generalmente, "los tiempos" no duraban mucho. Alrededor de un mes. Misteriosamente, así como habían aparecido, desaparecían, para dar paso a otro "tiempo", y así. Como dije, aparecían de repente y uno no sabía porqué, excepto que tenían que aparecer, entonces todo estaba bien. Y entonces uno iba corriendo a su casa para construir de prisa un artefacto similar, y esa misma prisa hacía que cualquier cosa que fuese (barrilete, un par de zancos, una ruleta para jugar a las figuritas) saliese horrible. El precursor tenía el handicap de la sorpresa. Los demás, debíamos construir apresuradamente, en una tarde, antes de que pasase "el tiempo de" y nos quedásemos afuera, mientras que él, que lo había instaurado, había pasado las tardes silenciosas en su casa, durante semanas quizás, preparando paciente, tesonera y esmeradamente el engendro (a menos que uno hubiese tenido la precaución de guardarlo desde el año anterior -ya que "los tiempos" se repetían- precaución que tropezaba siempre con la obstinada oposición materna: "¡de qué sirven todas estas porquerías: siempre llenándome la casa de cachivaches que nunca usás!").
Así es que si era un barrilete, el de él lucía multicolor, lleno de flecos, con una hermosa cola de un solo color, preferiblemente blanca (era un símbolo prestigioso), en tanto que el nuestro resultaba de papel de diario, no tenía flecos, porque ya el papel de diario era suficientemente pesado como para recargarlo con más peso, y la cola era un montón rejuntado de infinidad de pedacitos de trapos que nos daba nuestra madre a regañadientes, porque "no me uses ese, que lo necesito, ni tampoco este otro, ni ninguno de esos grandes; si querés, usá estos pedacitos".
Generalmente era el Coco el que llevaba la batuta en esto de instaurar "los tiempos de". Y era curioso, ya que por edad formaba parte, como yo, de la "generación intermedia", y de menor influencia, por lo tanto, sobre el resto de la barra. Pero su predicamento no se debía a la edad, sino a la fuerza de su personalidad. Era uno de esos tipos que había que seguir.
Los tiempos que él imponía eran tiempos exóticos (por esa época ya comenzábamos a llamarlo "el loco"). No los tiempos estándar de juegos o entretenimientos conocidos, sino cosas nuevas, que nunca habíamos utilizado antes en nuestros juegos. Eran, es cierto, adaptaciones bien ingeniosas de tal o cual juego de la última kermese que había habido en el club del barrio, o del disfraz del personaje de la película que habíamos visto el domingo por la tarde. ¡Pero él era el primero a quien se le ocurría!
Le ayudaba, en la parte artesanal, el hecho de que el padre fuese herrero. No de caballos: de los otros. Teníamos también uno de caballos, pero a la vuelta, sobre Rivadavia. Para la estricta geopolítica de las barras, era otro barrio.
No creo que el padre lo ayudara a manufacturar los engendros. El Coco ya a esa edad se manejaba muy bien con el yunque, la fragua, la autógena, sierras y limas. Y hasta cuando el viejo no estaba, se animaba a darnos unas demostraciones con "la eléctrica", que nos pasmaban de admiración y espanto. Era un espectáculo verlo manejando los electrodos, con esos delantales de cuero que le llegaban hasta el suelo y cubriéndose el rostro con esa careta que le daba un aterrorizador aspecto de marciano.
"La eléctrica" daba lugar a infinidad de leyendas y mitos. Que los testículos se secaban si no se usaba el delantal. Que los objetos de hierro conectados a la soldadora quedaban electrificados y no se podían tocar. Eso convertía las demostraciones del Coco en una especie de ritual mágico, rodeado de un ceremonial y una liturgia impresionantes, en que el oficiante y los creyentes, en íntima comunión, participaban del sacrificio en recogido silencio.
Ahora recuerdo esas siestas de verano. Sí, ahora las recuerdo bien. Con aquél sol que rajaba las piedras, y cuando la única contraseña que era capaz de permitirnos trasponer nuestro umbral era "voy a la herrería del Coco". Y uno salía rajando para encontrar a la barra y hacer cualquier cosa e ir a cualquier parte, menos a la herrería del Coco, pero salía a la calle y se encontraba con un sol que quemaba todo y no había nadie en la calle ni lugar alguno adonde ir, excepto, justamente, hasta la esquina, a la herrería del Coco. Y uno iba y encontraba la cortina metálica baja, la puertita entornada, de la cual emanaban apenas unos murmullos en lugar del bullicio habitual, y como tenía confianza, empujaba la puertita y entraba y ahí estaban todos, jugando, conversando, o planeando felonías. Ese era el escenario donde se gestaban todas nuestras aventuras. O, cuando el padre del Coco estaba con la chinche, afuera, en la pared que enmarcaba la persiana del negocio (del lado de la calle, claro) con su dintel, que servía de asiento a los más grandes. De acuerdo con la ley del gallinero, los más chicos se sentaban en el suelo.
Ahí se tomaba examen de aptitudes a los recién venidos al barrio. Las solicitudes de incorporación obedecían a diferentes motivos. O eran del otro lado de la vía, o del otro lado de Rivadavia que, o no tenían una barra lo suficientemente poderosa como la nuestra, o habían sido proscritos circunstancialmente de las suyas. Estas incorporaciones eran, demás está decirlo, fugaces, y una vez desaparecidas las razones del ostracismo, el extranjero volvía a sus lares. En otros casos se trataba de incorporaciones más estables aunque menos frecuentes: mudanzas.
Pero, dentro del esquema general de "la barra", había además ligazones por razones de afinidades especiales. Y con el Coco teníamos un vínculo especial, establecido a partir del humor. Es que el Coco era loco en serio. En materia de imitaciones, era capaz de imitar a cualquier cómico que hubiéramos visto en el cine o escuchado en la radio. Sus "versiones" incluían efectos sonoros, que lograba con una garganta privilegiada, capaz de reproducir cualquier sonido. Una sesión con el Coco, cuando estaba inspirado -y generalmente lo estaba-, era garantía de disfrute de un largo rato de diversión.
Otro vínculo que nos unía, que nadie más en el barrio compartía, era el amor por los pájaros. Criábamos pájaros en jaulas, con los cuales salíamos luego de casería. Incruentas. Se trataba de cazar con tramperas otros pájaros de la misma especie.
Era un arte que ya casi no se cultiva. Durante un par de años había que "ir haciendo" al ejemplar (jilgueros, corbatitas y cabecitas, de preferencia). Esta formación consistía en amansarlo, para que no alborotara dentro de la jaula y espantara al candidato, por un lado; y por otro, en que tuviera la enjundia que se supone debe tener un llamador: que no "se achicase" frente a la supuesta presa, ya que entonces ésta se desinteresaría y partiría en busca de enfrentamientos más gratificatorios. Si, en cambio, la presa se veía superada por el llamador, caía bajo su influjo y se iba acercando a la jaula, la merodeaba, hasta que veía el alpiste que constituía el cebo, "pisaba el palito" y caía en la trampa.
Para ir de caza, teníamos construidas valijas de madera donde cabían una media docena de jaulitas, con sus respectivos "llamadores", con los cuales salíamos con el tren de la madrugada (el lechero), en rumbo de los lugares que nos llegaban a través de chimentos, donde supuestamente hallaríamos a nuestras presas. Excursiones las más de las veces condenadas al fracaso.
En una de estas salidas, llegamos de madrugada hasta Cortínez, en el tren lechero que salía después de medianoche de Morón. Apenas asomaba el sol después de una larga caminata en busca del lugar ideal, colgamos nuestras tramperas de los postes del alambrado. Apenas lo hicimos, mi jilguero comenzó a cantar desesperado. Cuando el de Coco hizo otro tanto, se suponía que el mío iba a callar, por respeto a la jerarquía. Sin embargo, no lo hizo, y prosiguió con su canto, desafiante. Así durante largo rato. Al punto de que a Coco comenzó a interesarle. Después de escucharlo un buen rato, me propuso un trato: repartiríamos lo cazado por partes iguales. A mí, acostumbrado a que los pájaros de Coco fueran más exitosos que los míos, el trato me pareció conveniente, y acepté.
La jornada se inició con una captura de Coco. Llegado el mediodía, es sabido que los pájaros se retiran hasta la caída del sol. Así transcurrió una larga jornada que entretuvimos contándonos anécdotas, muchas de ellas ya conocidas, tejiendo sueños, y pergeñando nuevas aventuras.
Hacia el final de la tarde, cuando ya hacíamos planes para el regreso, una nueva captura, y otra vez de Coco. Corremos alborozados a la jaula, y yo intento tomar el pájaro, que suponía con legítimo derecho mío. El Coco me detiene:
-Cambié de idea, no voy a repartir nada.
-¿Cómo cambié de idea? ¿Sos loco o te hacés?
Y uniendo la acción a la palabra, seguí intentando sacar mi pájaro de su jaula. Pero el Coco, hombre de acción y pocas palabras, me tomó de un brazo, me hizo un pase de karate por encima de su hombro, y me tiró al suelo (no olvidemos que en el barrio le decían "el loco").
Gran intercambio de inútiles insultos: mientras yo me revolcaba por el suelo, el Coco se había adueñado del segundo jilguero y lo había metido en sus tramperas.
Y ahí volvimos, en ridículo silencioso retorno, sin dirigirnos la palabra, en procura del tren de regreso. Yo, reconcentrado en mi rencor por haber sido engañado, y por tener la certeza de que si la suerte hubiese sido opuesta, hubiera tenido que ceder mi parte. En el vagón de equipaje, donde regresaban todos los tramperos con sus valijas y sus jaulas, compartido además con los ciclistas, permanecimos a prudente distancia, siempre sin hablarnos, hasta llegar a destino.
Desde la estación de Morón, una nueva ridícula caminata, en silencio y uno a diez pasos detrás del otro, hasta llegar a mi casa, donde entré sin despedirme, en tanto él siguió hasta la suya, un poco más distante.
*****
No supe más del Coco. Largos meses después me encontré en un café con Héctor, mi primo, quien compartía esporádicamente nuestras andanzas. Me dijo que por qué no me volvía a amigar, que Coco estaba arrepentido, y que ofrecía devolverme el jilguero.
Para entonces, mi vida había tomado un rumbo completamente distinto. Había recibido una herencia, que gasté comprándome un auto, y haciendo un curso de piloto de avión; andaba en amores con una mujer casada, y había comenzado a estudiar filosofía. Los caminos que comenzaba a recorrer me separaban inexorablemente del Coco, y suponía que si lo volvía a encontrar seguramente no tendríamos mucho que decirnos. Decliné cortesmente la mediación.
*****
Un par de años después, me contaron que el Coco había tenido una discusión en el café de la esquina con Antonio, otro integrante de la barra, que le debía dos pesos. Como Antonio no se los quiso (o no se los pudo) devolver, el Coco sacó un revólver y le disparó un tiro que le sacó un ojo (no olvidemos que en el barrio le decían "el loco").
Cada tanto, como ambos vivíamos en el mismo barrio, me cruzaba con Antonio, que lucía en lugar de su ojo un prolijo parche de gasa y tira emplástica. Siempre reluciente (me pregunto si se lo cambiaba todos los días). De Coco no supe más nada. A veces me pregunto si seguirá en la cárcel, si se habrá enredado en una gresca y lo habrán matado, si simplemente murió de viejo en la cárcel, o si andará suelto por ahí, pergeñando nuevas locuras.
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